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Medio Oriente

21 de octubre del 2002

Sabra y Chatila: 20 años sin justicia

Mar Molina

Asistíamos a una reunión con los supervivientes y familiares de las víctimas de las masacres de Sabra y Chatila en la azotea de esa pila de cajones que llamaban escuela y que lo era en virtud de lo que los seres humanos somos capaces de construir con los cartones de la miseria. A pesar de los toldos con raya multicolores, el calor era insoportable, hacia que se pegase la ropa al cuerpo, la tensión del momento pegaba el corazón a los pulmones y la saliva era un fluido espeso e intragable.
Cuando llegamos allí, ellos y ellas nos estaban esperando entre el silencio evaluatorio de los recuerdos, la cronología de los hechos y el desgarro del olvido de la justicia. En sus ojos de dolor se reflejaban las caras de los que fueron asesinados y pedían justicia para los asesinos que todavía no han sido juzgados por la masacre de más de 3.000 palestinos y libaneses, en aquellos días en los que las falanges libanesas y el ejército israelí salieron a "cazar" seres humanos (hombres, mujeres y niños) en los campamentos de refugiados.
Violencia, sangre y dolor envueltos en la espesa capa de la injusticia, donde el olvido no cabe y la esperanza no se pierde. Un dolor que se vomita con las entrañas quebradas por las heridas que nunca han dejado de sangrar. Esas heridas que dejaron señales duras y serias en las caras de las mujeres de Sabra y Chatila, pero que no han acabado con el aliento de vivir, ni con la lucha para que la verdad se sepa y se haga justicia. Esas heridas que parecen decir que, a pesar de las infamias, somos inasequibles al desaliento y nunca podrán acabar con nuestras esperanzas de volver a Palestina.
La primera mujer que nos habló se levantó de la silla con diecisiete muertos a cuestas, antes de sentarse en la mesa se dirigió a un rincón y cogió dos retratos. Los retratos pertenecían a un hijo y a una hija. Los portaba sobre ambas manos de cara a nuestro silencio, quería que los tuviésemos presentes en todo momento, como ella misma tenía presente su muerte desde hacia veinte años. No quería que olvidásemos que nos iba a hablar de la pérdida su don más preciado, su futuro.
Los retratos se asentaban sobre sus manos como dos pesadas losas de dolor y, al mismo tiempo, de culpabilidad. Sí, la culpabilidad que persigue a las mujeres y a las madres por todo aquello que debieron o pudieron haber hecho. Pero poco puede hacer una madre contra un ejército armado hasta los dientes y entrenado para matar, un ejército educado en la frialdad del asesino.
Se le ahogaban los recuerdos entre lágrimas fieras y rebeldes. Los soldados que entraron en el campamento llamaban a la gente para que bajara a la calle. Entre sollozos recordaba cómo a su hija, que estaba embarazada la obligaron a sentarse sobre una botella y después la mataron. Cómo hizo que su hijo se levantara de la cama para que los soldados no entraran en la casa y la destrozaran y cómo animó a todos los suyos a que salieran a la calle, mientras su hijo le decía que no tenían nada que ocultar, que no habían hecho nada. Al final bajaron todos, pero la mayoría no volvieron a verse nunca más. A su hijo lo hicieron tres pedazos y nunca encontraron la cabeza, a otro le mataron y le desfiguraron la cara, así uno tras otro fueron asesinados con una crueldad y una saña propia de animales.
"No tengo palabras para describir la masacre" decía y añadió "cuando buscaba a mis hijos encontré una fosa con 20 cadáveres". Terminó diciendo "sólo hace dos años que se ha empezado a hablar de justicia en Sabra y Chatila".
Así fueron sucediéndose, uno tras otro, los testimonios, a cuál más terrible y doloroso. Sobre sus caras se dibujaba la terrible visión del último día cuando se encontraron repartidos por todo el campamento miles y miles de cuerpos asesinados con ensañamiento: desmembrados, desfigurados, violados, flotando sobre inmensos charcos de sangre, medio enterrados entre las casas derribadas por las excavadoras israelíes. Y al final también les queda ese poso de impunidad con el que se mata a civiles indefensos y la poca diligencia de la justicia internacional para detener y juzgar a los culpables.
Sus palabras cortaban nuestra respiración y nuestro silencio se iba convirtiendo en ese grito ahogado que la impotencia espeta en las entrañas.
Veinte años después los culpables siguen sin ser juzgados y muchos de ellos se han convertido en importantes hombres de negocios o en primeros ministros, como es el caso de Ariel Sharon, que entonces era ministro de defensa del Gobierno de Israel, el ejército israelí era una fuerza de ocupación en el Líbano en 1982 y, según el derecho internacional, tenía que haber protegido a los civiles indefensos ante cualquier amenaza. Pero Sharon conociendo las circunstancias y la situación de peligro de los refugiados palestinos dejó hacer; poco tiempo antes había afirmado que en esos campamentos había todavía 2.000 terroristas: los bebes, los niños, las mujeres, los ancianos... todos eran terroristas porque algún día podían volver a Palestina y reclamar la tierra que les había sido sustraída por los sionistas.
Después de veinte años las gentes de otros pueblos hemos olvidado, se olvida el dolor que no se conoce, se olvida el pasado que se entierra, se olvidan las heridas ajenas que no nos dejan cicatrices, se olvida...
Se nos va endureciendo la piel hasta tal punto que el agua no nos moja, nos volvemos impermeables a las injusticias y al dolor. No nos damos cuenta de que hasta que no se haga justicia, la paz será un camino intransitable.
* Responsable de Comunicación de IU de Castilla La Mancha
(Asistió del 8 al 18 de septiembre a los Actos Conmemorativos del XX Aniversario de las Masacres de Sabra y Chatila en el Líbano)