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Latinoamérica

"La pobreza lo impregna todo", según palabras de Cristina Luján, directora de una escuela

En Argentina, los niños van a la escuela a comer antes que a aprender
Son 960 alumnos de entre 6 y 19 años que cada día van a la escuela Buque Fragata Sarmiento, en San Francisco Solano, una periférica localidad del populoso partido bonaerense de Quilmes (20 km al sur), con más ansias de llenar la panza y jugar que de aprender.

Un país con 22% de desocupación y 14 millones de pobres sobre 36 millones de habitantes, tampoco perdona a esta escuela.

La mayoría vive en el seno de familias con carencias, con padres desempleados y muchas veces sin nada para comer, en el llamado Barrio Provincial, un asentamiento pobre de casillas precarias.
Allí, muy cerca de la capital argentina, donde "la pobreza lo impregna todo", según palabras de Cristina Luján, maestra desde hace veinte años y directora desde hace seis de la escuela, donde intenta "mostrar a los chicos que se puede vivir mejor" y revertir "el vacío de atención".
"Los chicos vienen a la escuela a vivir: a comer, a jugar, a estudiar", dice a la AFP la directora y recuerda que la única actividad posible fuera de la escuela es un club de fútbol --"un potrero (baldío) cercado", aclara-- que abrieron recientemente en el barrio.
El mediodía es el momento más esperado por los 364 chicos que reciben el almuerzo diario, gratuitamente, en dos turnos, mientras otros 464 alumnos son beneficiados sólo por una "merienda reforzada" (pizzeta o sándwich), elegidos según el criterio de privilegiar a los más necesitados.
Esos niños --algunos adolescentes de tanto repetir grados-- no esconden su ansiedad y se abalanzan en el amplio comedor donde les llenarán su plato con comida, casi siempre polenta, guiso o alguna pasta y una fruta.
"Sólo el diez por ciento no es carenciado: menos de cien alumnos viven en casas de material y alguno de sus padres trabaja, lo que no quiere decir que estén bien remunerados", señala Luján, el resto es de población con las necesidades básicas insatisfechas.
La carencia se percibe en la ropa o en las zapatillas --muchas de ellas conseguidas por donaciones en el mismo colegio, lo que hace que las medidas no siempre sean las adecuadas para quien las porta-- y la mala calidad de alimentación se refleja en desde manchas en la piel hasta dificultades en el aprendizaje y cierto retraso en la maduración.
No parece extraño que esos niños y jóvenes del EGB (los primeros nueve años de estudio) busquen refugio en un ámbito un poco menos hostil, quizás por eso el índice de deserción es bajo en ese colegio, donde juegan, corren y estudian como casi todos sus pares del país.
En el establecimiento no hay gas natural ni cloacas. Las paredes de cemento están agrietadas, las puertas fueron reforzadas con irregulares tablones de madera y poco queda en los pasillos de la pintura azul de origen hoy blanqueada por miles de grafiti y anotaciones.
Con mínimo aporte financiero oficial, el alma la ponen los maestros, al frente de cursos de treinta chicos, que se esmeran con imaginación o a costa de su propio sueldo, en decorar las aulas con afiches, flores de papel, cortinas o detalles que alegren el ámbito de estudio, tanto como las camisetas y gorritos futboleros que calzan los pibes de guardapolvos blancos como señal de identidad.
"Nos podrán sacar todo, pero no nos sacarán la identidad. Eso es lo que nos queda", afirma Luján, orgullosa de impulsar como actividad complementaria la enseñanza del folclore y las danzas argentinas.
Ahora intenta conseguir fondos para "levantar cuatro paredes" en la terraza y tener un nuevo salón que reemplace uno que se inundó porque en San Francisco Solano suben las napas de agua. Por eso, los días de lluvia son temidos: las aulas se ven casi vacías y sólo llegan decenas de madres que atraviesan las calles inundadas para rescatar el plato de comida para sus hijos. La violencia, creciente en un país con 22 por ciento de desocupación y catorce millones de pobres sobre 36 millones de habitantes, tampoco perdona a esta escuela. No obstante, en la actualidad hay menos robos --un promedio anual de cuatro--. En 1996 sufrieron un pico de 32 robos en el año, época que dejó alambres de púas rodeando el patio y las puertas cerradas con pasadores de hierro y candados.
La merma en los ataques, estima la directora, fue gracias a la política de "escuela abierta a la comunidad, donde los padres circulan, trabajan, organizan actividades: club de trueque, biblioteca, una manera de hacerla propia".
"Aquí todo lo conseguimos con una marcha o cortando la calle: un subsidio, un mobiliario, todo. En el tercer ciclo, hay chicos 'piqueteros'", cuenta y asegura que el objetivo de 2002 es "que la amargura y la depresión no nos invada. Para eso, aun con nada, seguimos luchando".