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Latinoamérica

2 de marzo del 2002

Paraguay: la sombra de Stroessner

Higinio Polo

Paraguay es un país casi olvidado, apenas conocido por la guerra de la Triple Alianza, cuando entre 1865 y 1870 los británicos consiguieron lanzar a Brasil, Argentina y Uruguay a la guerra contra Asunción, y por la guerra del Chaco, entre 1932 y 1935, por la disputa del petróleo entre Paraguay y Bolivia, y, sobre todo, tras la segunda guerra mundial, por la figura del siniestro Stroessner que dominó el país a partir de 1954. En 1989, tras treinta y cinco años de poder dictatorial, un golpe de Estado de sectores del propio régimen -conscientes del agotamiento político de la tiranía y dirigidos por Andrés Rodríguez, familiar del autócrata-, terminó con la dictadura e inició una controlada transición democrática en la que el partido Colorado de Stroessner continuó jugando un papel central, aunque dividido entre diversas facciones enemigas entre sí.
Tras la caída de Stroessner, las decisiones estratégicas de Washington -gran patrón del régimen- para el futuro del Paraguay se centraron en el mantenimiento del poder de la pequeña élite económica que había controlado el país desde la segunda guerra mundial, en el olvido de la represión militar bajo la dictadura, en la renuncia a enjuiciar los crímenes cometidos, así como en el establecimiento de un régimen cliente más presentable y en la neutralización de las organizaciones de izquierda, en el marco de la apertura y liberalización de una pequeña economía enclavada entre los dos gigantes de América del Sur: Brasil y Argentina. A grandes rasgos Washington consiguió sus objetivos, aunque los primeros años de la transición estuvieron marcados por numerosas movilizaciones campesinas y por la reacción posterior de los terratenientes, que no dudaron en organizar bandas paramilitares que tan siniestro recuerdos traen en América Latina.
Bajo la presidencia de Wasmosy, las reclamaciones de los campesinos pobres continuaron, y las ocupaciones de tierra fueron neutralizadas con la represión e incluso con el asesinato de campesinos significados, llegando el ejército y la policía hasta el recurso de destruir las casas de quienes habían ocupado tierras abandonadas, a imagen y semejanza de la actual política del israelí Ariel Sharon hacia los palestinos. No es casual el protagonismo campesino en las recientes protestas, puesto que los trabajadores urbanos e industriales tuvieron siempre en el país una importancia menor que el campesinado: los campesinos exigían tierra para desarrollar su vida y combatían al mismo tiempo el robo de las propiedades públicas, de manera que la década de los noventa ha sido el escenario de la resistencia campesina a la entrega de tierras estatales a los latifundistas a precios ridículos. Hoy, como en otros países del área, la situación del Paraguay muestra cómo el hambre sigue atenazando a una parte de la población, e indica sin lugar a dudas que la corrupción de la policía y del ejército no ha disminuido. Pero pese a las crecientes luchas populares el país se enfrente a un difícil problema: no hay una organización política que pueda dirigir los cambios si la situación estalla, al igual que ocurre en Argentina. Algunas organizaciones, como el Partido Comunista, sufren todavía las consecuencias que tuvieron para sus militantes la feroz represión de la dictadura. La ferocidad de Stroessner diezmó las filas de la izquierda.
Los militares siguen teniendo un papel central en la vida del país: en 1996 amenazaron al presidente Wasmosy con un golpe de Estado -cuyo instigador fue el general Oviedo, jefe de una facción del partido Colorado de Stroessner- y el presidente se refugió en la embajada norteamericana, aunque la resistencia ante la amenaza militar no vino del embajador de Clinton sino de los campesinos y jóvenes estudiantes que se manifestaron por el país y, después, por la convocatoria de una huelga general que fue la movilización más importante que ha tenido lugar en las últimas décadas. En marzo de 1999, fue asesinado el vicepresidente de la república, Luis María Argaña, y los sectores democráticos exigieron el cese del presidente Raúl Cubas Grau y del siniestro general Oviedo, previsibles cómplices en el asesinato. Los sindicatos hicieron un llamamiento a la huelga general exigiendo el procesamiento de Oviedo, y la represión militar acabó con nueve manifestantes muertos en las calles y más de setenta heridos, aunque la protesta popular forzó la huida de Oviedo y la renuncia de Cubas. Derrocado el gobierno, el presidente Cubas se exilió a Brasil, y el general Lino César Oviedo huyó a la Argentina. Todo ello se produjo en el marco de un enfrentamiento soterrado entre diferentes grupos de la burguesía económica: para unos el general Oviedo era el instrumento autoritario necesario para la implantación del nuevo modelo neoliberal, aunque la resistencia popular hizo inviable el proyecto, mientras que para los que pretendían implantar un modelo capitalista democrático convencional el protagonismo del ejército les parecía contraproducente. El presidente del Senado en el momento de la renuncia de Cubas Grau, Luis González Macchi, se convirtió en el nuevo presidente de la república. Tras la formación de un nuevo gobierno -bautizado de unidad nacional- la presión de la embajada norteamericana terminó por arrancar un acuerdo entre los diferentes sectores económicos que controlan el país, vinculados al viejo régimen de Stroessner, para iniciar una política privatizadora en todos los sectores económicos, apuesta que recibió también el apoyo del gobierno brasileño del socialdemócrata Cardoso y de las instituciones internacionales controladas por Washington. Pese a todo, el general Oviedo sigue teniendo una gran influencia en el ejército, y la crisis no se ha cerrado: varias decenas de militares, seguidores de Oviedo, están encarceladas.
La resistencia a la política de privatizaciones es lo que ha hecho fracasar hasta el momento el proyecto neoliberal de las fuerzas que controlan el país: tanto los campesinos como los trabajadores de las empresas estatales reaccionaron convocando una huelga general en diciembre del 2000, exigiendo el cese de esa política regresiva, sabiendo que el sable de los militares sigue amenazando el futuro del país. En abril de 2001, Osmar Martínez, principal dirigente del MPL (Movimiento Patria Libre, una organización campesina que orienta la lucha hacia el socialismo) constataba que más de una década después de la caída de Stroessner, la oligarquía que gobierna el país continuaba sin responder a las demandas populares. Otro movimiento, el MST (Movimiento Sin Techo, que persigue la legalización de las tierras urbanas que han sido ocupadas) tiene también planteamientos revolucionarios, que han llevado a los sectores de la derecha paraguaya a acusarlos de connivencia con la guerrilla colombiana de las FARC.
El Movimiento de los Sin Techo agrupa a unas ciento cincuenta mil personas que están instaladas, ocupando las tierras, en casi 80 núcleos situados alrededor de Asunción, la capital del país. Muchos de esos ocupantes son antiguos trabajadores despedidos de las empresas privatizadas o cerradas por el gobierno, que añaden exigencias a las que plantean los campesinos. No es para menos: el problema de la propiedad de la tierra sigue siendo decisivo en un país en el que el 1% de la población es dueño del 90 % de la tierra disponible. A todo ello hay que añadir que en los últimos meses la histeria de la pretendida lucha contra el terrorismo impulsada por Washington también ha llegado al Paraguay: la embajada norteamericana, verdadero centro de poder paralelo, que cuenta además con tropas estadounidenses destacadas en el país, ha forzado al gobierno de González Macchi, tras los atentados del 11 de septiembre, a una arbitraria persecución contra musulmanes de diferente origen instalados en el país, actitud que ha sido denunciada en un llamamiento conjunto de las fuerzas de izquierda, entre las que se encuentran las más significativas, como el Partido Comunista Paraguayo y el Movimiento Patria Libre. La arbitrariedad sigue presente y la justicia apenas cuenta: ilustra su estado que el ex Fiscal General del Estado, Luis Escobar, declarase recientemente que "la justicia paraguaya está peor que en la época de Stroessner".
El pasado mes de enero de 2002 se iniciaron nuevas acciones de protesta populares, entre ellas un cacerolazo al que asistieron miles de personas ante la sede del gobierno en Asunción, en una respuesta similar a las de la vecina Argentina y en la que se planteaban reclamaciones sobre el hambre, la pobreza, sobre la falta de educación pública y de instalaciones hospitalarias. La represión no se ha hecho esperar, llegando el aparato de poder y los medios de comunicación a sugerir acusaciones absurdas de complicidad terrorista de los dirigentes populares. A mediados de enero fueron detenidas varias personas, entre ellas los dirigentes del Movimiento Patria Libre, Anuncio Martí y Juan Arrom. No fue una detención legal: pocos días después, fue denunciada por sus familiares la desaparición de ambos, de manera que podía temerse que el gobierno recurriese de nuevo a la siniestra ficción de hacer desaparecer a los dos militantes, al igual que hicieron años atrás con miles de personas inocentes los Videla, Masera, Pinochet, o Stroessner.
El ministro del Interior paraguayo intentó responsabilizar a los dos desaparecidos por el secuestro de una mujer, justificando así su detención, aunque la policía negaba tener detenidos a Martí y Arrom, lo que hacía más inquietante la situación. Era evidente que los dos dirigentes populares estaban desaparecidos, hasta el punto de que muchos temieron por su vida. Los partidos de izquierda (Partido Comunista y Convergencia Popular Socialista, entre otros), además de convocar a manifestaciones de protesta exigiendo la aparición inmediata de ambos, difundieron un comunicado en el que afirmaban que en los últimos diez años "decenas de dirigentes sociales fueron asesinados en diferentes puntos del país por defender los derechos del pueblo y por estar en contra de la injusticia y de la miseria que el gobierno profundiza cada día más, favoreciendo a terratenientes y traficantes politiqueros de todos los colores".
Finalmente, la presión popular consiguió que Anuncio Martí y Gabriel Arrom aparecieran con vida, tras haber permanecido trece días secuestrados en una cárcel clandestina, en la que ambos fueron torturados. Las complicidades de los órganos de seguridad de la república son evidentes: Martí reconoció a un alto jefe de la policía como uno de sus torturadores, por lo que el Movimiento Patria Libre ha exigido el juicio político al fiscal general del Estado y al presidente de la República. Todo ello ocurre en un pequeño país de América del sur, pero en un contexto internacional en el que Washington, si bien está centrado en el final de la guerra en Afganistán y en las nuevas amenazas militares lanzadas contra Irak, Irán y Corea del Norte, no olvida los desafíos que enfrentan los Estados Unidos en otras zonas del planeta. El director de la CIA, George Tenet, mantuvo en su reciente declaración ante el Comité de Inteligencia del Senado que América Latina se está convirtiendo en una zona cada vez más peligrosa para los intereses norteamericanos: además de la siempre presente cuestión cubana, Tenet citó a la Argentina, Colombia y Venezuela como los focos de crisis más preocupantes para los Estados Unidos e insistió en el peligro potencial que suponen las más de veinte mil personas de confesión musulmana que viven en la llamada triple frontera entre Brasil, Argentina y Paraguay. Tenet no hizo ninguna referencia a la miseria de la población de América Latina, ni a los peligros que acechan a la libertad de los ciudadanos: Washington, que tanta atención reclama para sus heridas, tiene piel de dinosaurio y oídos de serpiente para el sufrimiento ajeno.
Los desaparecidos del Paraguay pueden ser apenas un síntoma, la constatación de un zarpazo sombrío, de un vómito de espuelas, o algo todavía más inquietante: la crisis paraguaya continúa abierta, si bien la evidencia de que de nuevo los gobiernos del área recurren al siniestro expediente de los desaparecidos, a los asesinatos de manifestantes en las calles -como en Argentina-, o cierran los ojos ante la actuación de bandas de matones paramilitares, como en Brasil, debe encender entre nosotros las luces de todas las alarmas, debe reconocer el sufrimiento de la oscuridad, las ruinas calcinadas de la pobreza, el incendio de las palabras aplastadas, debe rechazar el frío de la costumbre ante la adversidad y levantar la solidaridad frente a los vendedores de mentiras, activando otra vez la memoria contra el terror. La sombra de Stroessner ha oscurecido de nuevo el Paraguay.