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Latinoamérica

6 de marzo del 2002

Roberto Arlt, el aprendiz de ladrón

Por Hugo Cruz

Roberto Arlt está del lado de los buenos amargos como Onetti, como Sábato, como Discépolo, su contemporáneo. Su mundo narrativo es aquel en donde los polos conviven en la crisis de la Argentina de los años veinte. Aquella en que Discépolo escribía cosas como "pero no ves, gilito embanderado/ que la razón la tiene el de más guita,/ que la honradez la venden al contado/ y a la moral la dan por moneditas..." En sus diversas formas, el discurso de Arlt apela a la sociedad de clases y a su expresión en los productos ideológicos. Sus personajes navegan en la búsqueda del dinero, el ascenso cultural, la sobrevivencia al margen de algo en una Argentina al borde de la locura. Los polos que se unen para configurar un mundo "arltiano" son los propios del puerto, en donde conviven el hampa, el proletariado, el burgués, el "intelectual", etc. El lenguaje se convierte en un arma poderosa para sus personajes y es así como hace fuerte uso del lunfardo, jerga arrabalera heredada de la inmigración y la inventiva de los "malevos" del puerto, de cuando, por el 1870, el cordón de miseria que rodeaba a Buenos Aires generó esa fuerza renovadora del habla. Renovación que tanto asustó a académicos como el señor Monner Sans, que en una entrevista para el diario El Mercurio de Santiago definió al lunfa como "otra amenaza" al lenguaje, dejadas atrás "modas" como el "gauchesco", acusando a los argentinos de poco defensores de la Academia y su gramática, denunciando una "curiosa evolución". El señor terminaba su párrafo diciendo: "Felizmente, se realiza una eficaz obra depuradora, en la que se hallan empeñados altos valores intelectuales argentinos". Pero en los cien barrios porteños, los soñadores de Arlt decían "mina" por mujer, y el "turro" o ladrón que amenazaba con una puñalada a un consocio le decía: "te voy a dar un puntazo en la persiana". Entonces también el espectro era más amplio de lo que se creía. Y en esto Arlt era irreductible: la vida es dinámica y ese movimiento vital está allí en donde las cosas son más bravas, en donde se anda mejor sin freno, postura adoptada naturalmente, por ser él un escritor salido de esos barrios.

El pibe de los astilleros

Arlt demostró desde niño una inclinación hacia la literatura que no pudo superar sino hasta su muerte. Cortázar lo define como un escritor casi precario, cuya formación adolescente no estuvo a salvo de múltiples formas viciadas, cursis o falsamente cultas que se encarnaron en él y que lo fueron abandonando progresivamente y nunca del todo. Ya en su prólogo a "El juguete rabioso", Arlt dice: "Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada". Aunque se equivoque, enuncia una verdad que nos muestra al proletario como un paria cultural, despojado de aquello que llamamos el gusto estético, del conocimiento de ciertos niveles o herramientas formales. De todas formas, esa comodidad no es siempre compañera de una gran literatura, así como no lo es de una gran cultura: se sabe que el adinerado puede ser perfectamente bruto, aunque tenga una biblioteca espectacularmente grande, en la que los libros son elementos decorativos. El estilo de Arlt se define ahí en la carencia, en la mezcla de los restos que la lengua va generando. Su estilo es marginal, porque se nutrió de elementos poco "edificantes", como las lecturas de Silvio Astier, el protagonista de "El juguete rabioso": "de la literatura bandoleresca un viejo zapatero andaluz..." Por eso el relato se abre allí en la vida de los niños pobres que roban una biblioteca escolar para hacer su ideario cultural, diciendo así que la iniciación a la cultura es también la de la marginación a través del robo. Y su escritura fue entrañablemente "fallida" en cuanto a las formalidades varias. Muy intuitiva, además: repentina como las decisiones apresuradas de quien huye de un sino trágico, de una vida breve, de un perseguidor oculto. El humor de sus temas se desprende del tremendismo arltiano de las situaciones, como si ese resentimiento, ese "juguete rabioso", le llevara a un estado de ánimo constante en que destacan los matices de lo tanguero, del rodar para vivir, en una lectura comprometida con una estética de arrabal. Ahora bien, ese tango novelado -siempre del lado de Discépolo- está mezclado con las más diversas marchas militares y canciones revolucionarias, como un tango anarquista florido. Así nos encontramos con un Roberto Arlt que es grande a pesar de algo, contra algo, quizás contra sí mismo, envuelto de pronto en un flujo de correspondencias con este otro tiempo que nos toca vivir, en otros lugares, con otros nombres. Cuando la tarde muere en Santiago, un hombre en la Plaza de Armas llora. Sentado en un banco, oculta su rostro con ambas manos. Se estremece con los sollozos. Si nos acercamos, y le preguntamos qué le ocurre, podremos ver su cara: es Roberto Arlt. La anécdota es real, búsquese en "Los dos Borges" de Volodia Teitelboim. En Santiago, Arlt buscaba huir de un amor desgraciado; a la vez, colaboraba con el diario El Siglo. Es curioso, pero no podemos dejar de ver en esta escena a Roberto Arlt como un personaje de Roberto Arlt, doblado sobre sí mismo, llorando en el espejo, inventando así un juguete rabioso.