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Latinoamérica

 
21 de enero del 2002

EE.UU-Perú: Documentos secretos

Gustavo Espinoza M.
El Siglo


R
ecientemente, Benjamín Ziff, un oscuro consejero político de la Embajada de los Estados Unidos en Lima, entregó a la Comisión Parlamentaria que investiga la corrupción en el Perú un conjunto de "documentos secretos" que el Departamento de Estado yanqui decidió "desclasificar". Fueron alrededor de 200 páginas, conteniendo 38 reportes referidos a la materia, las que recibiera Anel Townsend Diez Canseco como una muestra de la cantada "voluntad de cooperación" del gobierno de los Estados Unidos.

Los documentos muestran que la administración norteamericana sabía todo lo que ocurría en el Perú bajo el régimen de Alberto Fujimori. Tenía no sólo conocimiento exacto de la violación constante y sistemática de los derechos humanos, sino también de la existencia de escuadrones de la muerte manipulados por las más altas esferas del poder y cuya misión era aniquilar adversarios en todos los niveles. Los textos revelan, en efecto, que ya en 1990 Washington fue informado de ejecuciones extrajudiciales y de la formación de comandos asesinos encargados de las mismas. Ciertamente, guardó silencio en toda la década.
También, el gobierno de los Estados Unidos conocía desde un inicio que el afamado "asesor para asuntos de inteligencia" del Presidente peruano estaba estrechamente ligado a las mafias de la droga en el país y en el exterior y que tenía intereses afincados en el narcotráfico, en cuyo provecho hacía uso de los recursos del poder.
A ambos extremos se suma el hecho también relevante de que la Embajada de los Estados Unidos en Lima recibió precisiones definidas en torno a un complot oficial alentado por el gobierno peruano contra el entonces parlamentario de la oposición y director del diario "La República", Gustavo Mohme Llona, quien muriera en abril del año 2000 formalmente víctima de desórdenes de tipo cardiovascular. El documento específico está fichado con el número 2000 LIMA 06752 y registra que la modalidad operativa para el caso consistió en infiltrar dentro del personal de seguridad del fallecido parlamentario a un agente del servicio de inteligencia con la misión de sustituir los medicamentos usados para combatir la hipertensión arterial.
Independientemente de la necesidad de procesar investigaciones en torno a estos elementos que configuran delitos, incluso novedosos en el panorama peruano, hay que formular algunas observaciones.
Los documentos, en primer lugar, son escasos. La administración norteamericana sabe mucho más de lo que ha dicho y tiene muchísimos más documentos que mostrar, que aquello que entregara el 7 de enero a los parlamentarios peruanos. De alguna manera se podría decir que los comentados papeles son apenas la punta de un iceberg mucho más consistente y definido que lo anunciado ya.
En segundo lugar, hay que subrayar el hecho de que los documentos desclasificados poseen párrafos íntegros que han sido censurados por la propia administración norteamericana. Ello implica que formalmente el gobierno de los Estados Unidos reconoce que en torno al caso hay secretos que no puede revelar a las autoridades peruanas, y que deben seguir siendo mantenidos en reserva por Washington. ¿De qué tipo de secretos se trata? ¿Por qué, si son asuntos vinculados al Perú, el gobierno de los Estados Unidos no los pone íntegramente en conocimiento de las autoridades de nuestro país? ¿Qué lazos quiere ocultar el Departamento de Estado yanqui en la materia?
Es conveniente también, en el marco de esa reflexión, preguntarse ¿por qué el gobierno de los Estados Unidos, que tenía en sus manos todos estos elementos de juicio, siguió colaborando hasta el fin con el gobierno de Alberto Fujimori? Porque si bien es verdad que esporádicos informes sobre los derechos humanos reconocían en el plano general la violación de éstos en el Perú, y si incluso algunos funcionarios de la embajada norteamericana en Lima fueron hostigados por el régimen fujimorista, también es cierto que virtualmente hasta el fin el Presidente depuesto siguió gozando de la plena confianza de Washington, que tuvo además en el asesor presidencial para temas de inteligencia un consultor y un operador privilegiado para toda la región. Eso no lo niega en absoluto el gobierno de los Estados Unidos, aunque ciertamente se muestra reacio para admitirlo.
Cada día está más claro que una buena parte de los hechos ocurridos en el país en esta materia, a lo largo de toda la década pasada, fue producto del trabajo de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados, en cuyo provecho y beneficio trabajó laboriosamente Vladimiro Montesinos.

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