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Latinoamérica

ARGENTINA:
¿DOMINÓ ANTIIMPERIALISTA?

Escribe Heinz Dieterich.

La insurrección popular y de clase media en Argentina presentan al mundo tres interrogantes de importancia esencial:
1. ¿se trata de un suceso aislado o de un evento recurrente de tipo dominó?
2. ¿significa Argentina un cambio paradigmatico en la política exterior estadounidense hacia el Tercer Mundo, desde la democracia formal hacia regímenes de facto con terrorismo de Estado?
3. ¿qué desenlace tendrá el proceso argentino?
La primera pregunta es fácil de contestar. Argentina es un eslabón más en una cadena de causa-efecto que se inició en 1992 en Venezuela, cuando el levantamiento cívico-militar bolivariano terminó con el gobierno neoliberal de Carlos Andrés Pérez; la segunda ficha del imperio se cayó ocho años después en Ecuador, cuando la insurrección indígena-popular-militar derrumbó al gobierno neoliberal de Yamil Mahuad y la última ficha del dominó hemisférico fue el derrocamiento del neoliberal Fernando de la Rúa en Argentina, en diciembre del 2001. En rigor, debería agregarse también a esa cadena el eslabón colombiana que se hubiera caído en el 2002, si no hubiera sido por la intervención militar directa de Estados Unidos.
En el lenguaje de Washington de los años sesenta, estos acontecimientos hubieran sido denunciados como efectos de un juego de dominó, en el cual un poderoso jugador manipula las fichas según sus intereses, hasta ganar el partido. El jugador, en esa ideología persecutoria de los años sesenta, era el comunismo que subvertía al "mundo libre" y que, por lo tanto, tenía que ser aniquilado. Actualmente, los expertos de guerra psicológica buscan un buen sustituto para la teoría del dominó para que el mundo entienda la necesidad de exterminar a cierto tipo de personas. Sin embargo, la verdad del fenómeno es auto-evidente: la causa que ha generado las sucesivas insurrecciones latinoamericanas contemporáneas es el modelo de acumulación de capital.
El modelo neocolonial que sufre la Patria Grande hace imposible la sobrevivencia de sus pueblos y, crecientemente, de sus clases medias. Y al levantarse contra el yugo neocolonial de los banqueros internacionales y nacionales y sus elites políticas, han logrado repetidas veces neutralizar al aparato represor militar y derrocar o sustituir a los gobiernos neoliberales impuestos por Washington. Dicha resistencia que se encuentra en una tendencia ascendente, deja al imperio dos alternativas: modificar el modelo de explotación neoliberal en beneficio de los países latinoamericanos, devolviéndole a sus democracias formales un entorno socio-económico viable, o mantener el modelo y utilizar la represión masiva, para contener la rebelión de los pueblos.
Si Washington opta por la segunda alternativa, tiene que abandonar el mantenimiento de las democracias formales en América Latina como objetivo de política exterior. Argentina significaría, entonces un punto de viraje en la política hemisférica, desde las rudimentarias democracias formales hacia regímenes verticales con terror de Estado que cumplirían la función de las dictaduras militares de los años sesenta. De manera preocupante se multiplican los indicios que tienden a fundamentar tal hipótesis. El presidente George W. Bush II ha realizado una política sistemática de reclutar cuadros claves de la red de terrorismo de Estado, que usó el presidente Ronald Reagan en los años ochenta contra América Latina. La intervención militar directa y abierta de Washington en Colombia y la liquidación de la zona de negociación de San Vicente del Caguán son sólo cuestiones de tiempo. El establecimiento de un comando militar conjunto en las Filipinas que cuenta con 600 oficiales y tropas estadounidenses es otra manifestación de la política exterior con que Bush II pretende resolver las protestas populares.
El aumento del presupuesto del Pentágono en 20 mil millones de dólares para el año 2003, pese al creciente déficit fiscal estadounidense, es otro indicador al respecto. Este aumento vendrá por encima de los 33 mil millones de dólares, que el Congreso estadounidense otorgó adicionalmente el año pasado, concediendo el incremento más grande al presupuesto militar desde los gobiernos de Reagan. Y si se agrega a esas sumas las partidas "de emergencia" por la continua guerra en Afganistán, que alcanzan alrededor de 40 mil millones de dólares, entonces la elite política estadounidense invierte alrededor de 400 mil millones de dólares anuales en su máquina de muerte para mantener su modelo de explotación.
Dentro de este contexto, el desenlace del proceso argentino es esencialmente una función de la decisión que Washington tomará sobre el paradigma de su política exterior latinoamericana. La pacificación social argentina sólo es posible con un paquete de ayuda, cuya dimensión alcance unos treinta mil millones de dólares. Si Estados Unidos o la Unión Europea no están dispuestos a organizar internacionalmente esta ayuda, necesitarán una fuerza militar que imponga el estado de sitio en el país. Esta fuerza no existe en este momento y su construcción requerirá algún tiempo que las masas no concederán a la elite argentina. De tal manera, que el capital internacional tendrá que desembolsar la suma mínima requerida para el rescate.
Pero al mismo tiempo apresurará la reorganización de una guardia pretoriana en Argentina para poner la "chusma"; otra vez en su lugar.

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