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Latinoamérica

7 de agosto del 2002

Guatemala: Guerreros de Cristo

Laura E. Asturias
Tertulia
Hace algunos días fui invitada a la recepción de un grupo de jóvenes que regresaban de un retiro de fin de semana dirigido a líderes evangélicos con el propósito de afianzar su fe y que sean mejores dirigentes.
La recepción tuvo lugar en la llamada Casa de Dios. Acostumbrada a las iglesias católicas, todavía encuentro difícil aceptar que esta Casa es un templo religioso. Y no es sólo la falta de esa semioscuridad tan común en los recintos católicos, para no hablar de la proliferación de imágenes con expresiones de lamento, vestidas de ricas túnicas aterciopeladas, o la tradicional Dolorosa y su hijo crucificado.
Más bien es la ausencia de referentes que de alguna manera hacen sentir que una se encuentra en un templo, un lugar de recogimiento. Velas, por ejemplo: en esta Casa de Dios no brilla una sola. De hecho, se siente como entrar a un teatro. ¡Y qué teatro! Creo que allí caben, fácilmente, 2,500 personas. Al ingresar por arriba y cruzar una de las numerosas puertas de acceso, se mira abajo hacia un enorme local en forma de media luna, con largas filas de sillas de color uva, alfombrado de tono casi idéntico y, al fondo, un escenario. Eso sí, hay flores. La iluminación (demasiado fuerte para mis ojos) es apta para algún espectáculo. Los altoparlantes arrojan canciones de tonadas modernas que provocan cantar y mover el esqueleto.
Entran los actores. Por una puerta al lado del escenario desfila la juventud que regresa del retiro. En nada se parece esto a mis recuerdos de cuando yo misma volví de alguno de los muchos retiros católicos a los que asistí en la adolescencia. Para empezar, a esta Casa de Dios muchos entran convulsionando. No pocos, como en trance y apoderados de un extraño arrebato, entran sostenidos, medio arrastrados, por dos personas.
En mis vivencias de adolescente, recuerdo que todo era tan formal: en ninguna iglesia católica se podía bailar de puro gozo si era eso lo que querías. Y no es que alguien me hubiera dicho que era "pecado" bailar en una iglesia. Simplemente es que en esa religión tantas cosas eran (y siguen siendo) "pecado" que nunca sabías cuáles otras no entraban en esa categoría. No podías hablar en la iglesia, ni cruzar la pierna, mucho menos separar una de otra. En fin... vivir como católica y pretender ser "gente normal" planteaba el constante dilema de transgredir normas, las expresas y las implícitas. Y, por supuesto, el consecuente castigo, que sólo necesitabas imaginar.
En Casa de Dios no parece haber tales. Ahí todo es júbilo. Muchachas y hombres jóvenes que regresan del retiro se sientan con toda soltura sobre el piso del escenario, de cara al público. Y arranca la música en vivo: una pieza tras otra sacan a la gente de sus sillas. Parece un festival gitano: los brazos se despegan de los costados y se elevan al cielo; los cuerpos se ondulan; la gente salta y canta a la vez. Y algunos cuantos (ahí me incluyo) observamos el espectáculo sin saber qué hacer.
Pasados unos quince minutos de danzante regocijo, el joven pastor, vestido como un empresario que por ahí dejó tirado el saco (todo lo contrario del sacerdote católico cuyas ropas medievales le siguen distanciando de las costumbres y la experiencia cotidiana de su congregación), se ubica detrás del podio, con toda esa juventud a sus pies. Toma el micrófono y con voz pausada inicia una breve alocución para relatar de qué se trata todo esto. Tras la explicación, motiva a las y los jóvenes en torno suyo a que compartan sus experiencias del fin de semana. (Esa parte la conozco de memoria -- es igual para gente católica o evangélica: de esos retiros se regresa con el ser rebozante del espíritu; léase EL espíritu).
Y empieza el recuento de testimonios (también esto es lo mismo que recuerdo de mis propios retiros): jóvenes de ambos sexos exaltan lo que sintieron en los últimos dos días y, como parte del proceso purificador, algunos piden perdón, usualmente a sus madres y padres, por la "rebeldía" que ha caracterizado sus cortas vidas; y se manifiestan, a partir de este día, obedientes a Dios y a sus progenitores.
Ya antes de escuchar el resto de los testimonios, empecé a sentirme muy incómoda por los de los hombres, que fueron los más numerosos. Con diversos niveles de expresividad, llanto y volumen, varios de ellos destacaron como su propósito de vida (desde ahora) ser "esforzados guerreros (o soldados) de Cristo", lo cual me hace deducir que ésa fue una de las frases más utilizadas -al menos con ellos- durante dos días por los facilitadores del retiro. Y uno en particular casi me hizo saltar de mi silla cuando, al concluir su emotiva intervención (que cobraba volumen y potencia con cada palabra), levantó el puño y gritó en el micrófono: "Vamos a ser los kaibiles de Cristoooooooo!"
Esa es la parte que me asusta, y no sin sobradas razones. Es bien sabido que el discurso patriarcal incluye siempre alusiones a actitudes bélicas, y las religiones hegemónicas, que de hecho son ejes del patriarcado, destacan un "belicismo espiritual" que parece ganar fáciles adeptos en cualquier sociedad guerrerista. Por ello no es extraño que estos jóvenes evangélicos regresen de un retiro cargados también de ESE espíritu. Pero la idea de un kaibil como soldado de Cristo es algo que no cabe en mi mente.
Para quienes no conocen pormenores de la historia reciente de Guatemala, una breve explicación: los kaibiles son una fuerza especial del ejército nacional conformada por soldados entrenados (muchos de ellos en la Escuela de las Américas, en Estados Unidos, al estilo de los Boinas Verdes) para cometer los más atroces actos, individuales y masivos, contra seres humanos. Su entrenamiento incluye pasar largos periodos en "zonas de sobrevivencia" donde, entre otras cosas, deben agenciarse alimentos de cualquier manera. No es inusual que, como parte de esa ruda preparación, se les dé a cuidar perros cachorros con los que quizás lleguen a encariñarse, pero que terminan matando para comérselos.
Durante el conflicto armado en Guatemala, en comunidades de personas desarmadas los kaibiles seleccionaban indígenas embarazadas a quienes les abrían el vientre con un cuchillo y les extraían el feto, que luego alzaban en el aire como trofeo. Y existe más de algún caso documentado de kaibiles que, tras ese acto, procedieron a comer los corazones de los bebés.
Efraín Ríos Montt, actual presidente del Congreso de la República y pastor evangélico fundador de la iglesia El Verbo, ha sido el dictador más sanguinario de América Latina. Fue durante su régimen de facto, de no más de dos años, que se cometió el mayor número de violaciones a los derechos humanos contra población indefensa, especialmente personas mayas. La política de "tierra arrasada" del dictador incluía el uso de kaibiles que masacraron comunidades enteras con el pretexto de defender la seguridad nacional.
De acuerdo con un informe de Amnistía Internacional, el 5 de diciembre de 1982 un comando de kaibiles, acompañado de tropas paramilitares, irrumpió en el parcelamiento "Las Dos Erres", en el departamento de Petén. "Cuando se marcharon, tres días después", indica el informe, "habían masacrado a más de 350 hombres, mujeres y niños; a las mujeres antes las habían violado en masa". ("El legado mortal de Guatemala: El pasado impune y las nuevas violaciones de derechos humanos". Amnistía Internacional, febrero 2002)
Los kaibiles no han desaparecido. "(...) en el centro de entrenamiento de 'La Pólvora' los kaibiles continúan un sistema de entrenamiento sólo explicable para un ejército en guerra". (Álvarez, Enrique. "Desobediencia civil contra las PAC -Patrullas de Autodefensa Civil-". Incidencia Democrática, Guatemala, 11-VII-2002). Hoy también es sabido que se han movilizado kaibiles hacia México para ayudar al ejército en ese país a contener el descontento social en Chiapas.
Por todo eso me resultó ofensivo escuchar "kaibil" asociado a Cristo. Y porque denota los tentáculos bélicos del patriarcado en la religión, además de una lamentable realidad: muchos jóvenes guatemaltecos ignoran no sólo lo que son los kaibiles, sino también la historia de este país. Eso es parte de la razón por la cual un genocida ocupa hoy la presidencia del Congreso de la República. Y lo atemorizante es que, entre un público numeroso donde había tantos adultos que habrán sufrido durante las cuatro décadas del conflicto armado, nadie más -tampoco el pastor- haya cuestionado que un joven de sus filas hiciera semejante propuesta. Mi único recurso, luego de la clausura de esta ceremonia evangélica, fue acercarme al muchacho en cuestión, preguntarle si sabía qué han hecho los kaibiles y decírselo cuando respondió que no, tras lo cual sonrió, amablemente me dio las gracias y luego la espalda.
Durante esa ceremonia, tanto el pastor como los jóvenes prometieron que dentro de un tiempo van a llenar estadios. Uno de ellos compartió que el director de una de las áreas de la Universidad de San Carlos ya le había prometido que podría tener allí algunos espacios para realizar sus actividades de proselitismo religioso.
No dudo que tengan éxito en sus intenciones. Quienes siguen basando la ilusión de la hegemonía católica en el efímero arrastre de la popular figura que es Juan Pablo II y piensan que los evangélicos no son tan numerosos, habrían caído de esa nube un domingo, hace algunos meses, cuando Casa de Dios fue inaugurada (muy cerca del lugar donde vivo), al ver que la fila de automóviles que intentaban llegar hasta ese recinto cubría fácilmente diez kilómetros.
Es arrollador el avance de la religión evangélica en Guatemala. Y no es que yo tenga algo contra esta denominación en particular (la verdad es que todas las religiones me dan alergia). A este lado del planeta, la iglesia católica, con las irracionales posturas dictadas por el Vaticano, les ha servido fieles en bandeja de plata a los evangélicos. Éstos, por cierto, me parecen un poco más respetuosos de la autonomía en cuestiones de la sexualidad y de salud sexual y reproductiva. Y ofrecen otros beneficios: por ejemplo, en las extensas instalaciones de Casa de Dios, además del templo-auditorio y los espacios destinados a capacitación de líderes y enseñanza doctrinaria para niñas y niños, hay una sala-cuna donde las madres que asisten a toda la gama de servicios pueden dejar sus bebés al cuidado de jovencitas.
Pero me queda este temor por los mensajes que pueden transmitirse, tan masivamente, bajo el disfraz de la religión, y el poder que las denominaciones hegemónicas continúan teniendo en Estados que por ley son supuestamente laicos.