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Latinoamérica

Clases, taras y cacerolas /y III

Guillermo Almeyra

Puntualmente se acaban de presentar los rumores de que habría un golpe que hace dos semanas casi todos creían imposible. Además, según la lógica el gobierno de Duhalde, que sería su segunda víctima (la primera, obviamente, sería el pueblo argentino), cede al gran capital y a Estados Unidos creyendo así sostenerse y, en realidad, debilita así su único sostén indirecto, o sea, la amenaza de un estallido social que podría hacer sumamente costosa la dolarización que quieren Estados Unidos y sus agentes, como Menem, o un eventual golpe militar.
De este modo todo está claro: Estados Unidos trabaja con el gran capital argentino para la dolarización que requiere un gobierno dictatorial, mientras Duhalde y su gobierno peronista-radical rebajan a la mitad la deuda de las grandes empresas y de los bancos, se la cargan a la población y expropian más de un tercio de los bienes de los ahorristas y un tercio del salario de todos (con los aumentos de las mercancías sin la compensación de aumentos salariales o de la eliminación de las reducciones salariales anteriores). Por su parte, se multiplican y radicalizan las protestas, las movilizaciones, las asambleas barriales, los cabildos abiertos, los piquetes y marchas, todo lo cual constituye una multiforme protesta social contra el capital, las instituciones, el aparato estatal y el imperialismo. Una parte importante de las clases medias se une hoy con los trabajadores y marginados en una especie de asamblea constituyente callejera y de todos los días, mientras las clases y sectores gobernantes, desnudos y divididos, carecen de consenso, lo cual crea una profunda crisis de dominación.
Sin embargo, la situación está lejos de ser revolucionaria o prerrevolucionaria, porque la enorme ola de protestas no tiene ni organización ni (todavía) un programa común, aceptado por la inmensa mayoría. Las asambleas exigen, por ejemplo, que se vayan todos, rechazando a todos los políticos, pero reclaman al mismo tiempo la estatatización de la banca, la restatización de las empresas estratégicas, el no pago de la deuda, cárcel para los ladrones y sacadólares, prisión para los militares criminales durante la dictadura, medidas que Duhalde ni puede ni quiere adoptar y que requieren otra dirección política que pueda aplicarlas desde el gobierno. Piden también elecciones inmediatas, pero entonces sólo se podría optar por uno de los repudiados partidos actuales; además, no se definen frente a las elecciones convocadas para septiembre de 2003 (si Duhalde dura hasta entonces) antes las cuales se podrían encontrar los que rechazan la política institucional, quieren hacer política con la democracia directa de las asambleas, plantean correctamente la revocabilidad de los mandatos electivos y la rotación en los cargos (o sea, el funcionamiento técnico de los aparatos de decisión, reduciendo su poder político mediante el control de los que se niegan a delegar sus derechos ciudadanos).
Una parte de la izquierda ultra, por otra parte, intenta pescar en el río revuelto de las asambleas y de los piquetes para reforzar sus propias organizaciones. Lo esencial, en cambio, es coordinar y organizar lo que están haciendo centenares de miles de personas, con métodos democráticos, sin depender de los grupúsculos de iluminados eternos. Y, en vez de oponer la "vanguardia" que nadie reconoce a otras "vanguardias" igualmente autoproclamadas y toda la cesta de cangrejos "revolucionarios" a la gente común que en las asambleas hace política protestando contra la política, lo fundamental es dar una coordinación nacional a las asambleas y a los piqueteros, con la democracia y la rotatividad establecida por aquéllas, de modo que esa coordinación -unitaria, democrática, pluralista- actúe como dirección de un frente, con comisiones de organización, de finanzas, de elaboración de propuestas nacionales y regionales, de propaganda, de inteligencia y vigilancia.
El programa mínimo común está en el aire, pero hay que ligarlo con su aplicación mediante consignas y actividades que respondan a las necesidades de cada localidad, de cada provincia, de modo que sirva para construir dirigencias y cuadros locales de un poder dual que, en su aplicación, comenzaría a extenderse. Al mismo tiempo, la carencia mayor de la movilización popular es la falta de intervención del movimiento obrero como tal, a causa de la tremenda desocupación y, también, a las vacilaciones políticas y los temores antisocialistas de quienes han sido educados, como la dirección de la CTA, en la visión de la unidad de clases y persiguen todavía la ilusión de un acuerdo con los sectores industriales que trabajan para el mercado interno o con los duhaldistas del peronismo. Pero el movimiento obrero no son sólo las direcciones sindicales: también son los afiliados, muchos de los cuales militan en las asambleas o los piquetes, pero como individuos. Si los empleados bancarios, por ejemplo, abriesen los libros y denunciasen los robos de los bancos, si los gráficos y periodistas se diferenciasen de los medios o publicasen un medio del movimiento social, si se hiciesen planes concretos, sector por sector, para salir de la crisis, fijando, además, quiénes los pagarían y dónde y cómo obtener los fondos, el movimiento actual daría un salto enorme.
galmeyra@jornada.com.mx


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