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Latinoamérica


La batalla de Medellín
El inicio de la guerra urbana

La intervención militar ordenada por el presidente Álvaro Uribe en la populosa Comuna 13, en Medellín, es una clara muestra de que la guerra entre el Estado y la guerrilla ha devenido en guerra civil, sin la menor consideración ética y humanitaria.

León Valencia Desde Bogotá / BRECHA

Las imágenes son espantosas: niños y adultos heridos, rostros aterrorizados, gente que huye de sus casas, combatientes que mueren, disparos de todos lados, helicópteros ametrallando y tanques que avanzan estremeciendo el suelo. Es la Comuna 13, en el occidente de la ciudad, un espacio de 19 barrios con 130 mil habitantes.
Pero son más espantosas aun las cifras que hacen la historia del conflicto de Medellín. En 20 años la ciudad ha vivido tres guerras sucesivas: la de las milicias de los años ochenta, la del narcotráfico y sus sicarios a finales de esa década y a principios de los noventa, y ahora la guerra que articula a todos, paramilitares, guerrilla, narcotráfico y delincuencia.
En 20 años han muerto más de 40 mil jóvenes. La ciudad ha tenido momentos, como en los años 1991-92, en los que la tasa de homicidios era de 440 por cada 100 mil habitantes. Ahora se sitúa en 220 con tendencia a crecer, mientras, por poner un ejemplo, Bogotá tiene 36 por cada cien mil habitantes. Los organismos de seguridad han reconocido que en la ciudad operan cerca de 400 bandas que incluyen a más de 10 mil jóvenes y que el 70 por ciento de los barrios está tomado por los paramilitares del Bloque Metro de las Autodefensas, y al lado de esta fuerza y disputándole el control están el eln, las farc y otros grupos. Cuando no hay guerra abierta hay calma chicha.
IMÁGENES E INDIFERENCIA. Es una ciudad de dos millones de habitantes y se ve bonita, muy bonita, con un río que la atraviesa y en el cual aspiran a volver a pescar los de Medellín, con su metro y sus casas y edificios de ladrillo de barro colorado; pero hay 45 asentamientos de desplazados que han llegado en todos estos años y ya suman 100 mil, y además los desplazados intraurbanos que se mueven de un lugar a otro de la ciudad, deambulando, dejando las viviendas abandonadas por los tiroteos y las muertes diarias.
El alcalde Luis Pérez se muestra desconcertado y dice ante las cámaras de televisión que no se explica la guerra dado que hay cobertura de servicios y existe preocupación del Estado. Pero por la ciudad deambulan todos los días 253 mil desempleados, 372 mil subempleados y 25 mil niños sin cupo escolar. Y sobre todo está la decisión de las cúpulas de la insurgencia y de los paramilitares de llevar la guerra a la ciudad y de escalarla para mostrarle al país y al mundo que no puede haber duda, que estamos en una guerra civil y que estamos entrando en etapas muy avanzadas y decisivas.
El Estado va a pagar ahora diez años de indiferencia ante un conflicto que venía creciendo y va a pagar también el hacer la vista gorda ante la creciente presencia de los paramilitares, como señalan los organismos de derechos humanos.
NUEVA VIOLENCIA. No estamos ante el conflicto que describieron magistralmente los investigadores de la Universidad Nacional en el libro Colombia: Violencia y democracia en 1987. No estamos ante las tres violencias: la del narcotráfico, la de la guerrilla y la de la delincuencia común, que caminaban paralelas y se tocaban sólo tangencialmente. No estamos ante una realidad que decía que la violencia por motivaciones políticas significaba sólo el 10 por ciento del conflicto.
Ahora estas violencias se han unido, están articuladas, los actores políticos, la guerrilla y los paramilitares hicieron a un lado cualquier consideración ética y decidieron colocar bajo su ala a los bastiones principales del narcotráfico y de la delincuencia. La guerra, o los actores de la guerra, han colocado bajo su égida a todos los demás protagonistas de la violencia.
Medellín es quizás el principal laboratorio de esta realidad. Las bandas se van articulando poco a poco a un lado o a otro, hasta llegar a este momento donde las fronteras entre los violentos se desdibujan. Los secuestros, el boleteo, los asaltos, el tráfico de drogas, todo tiene disfrute individual, pero su destino principal es alimentar la guerra: aumentar el arsenal bélico, construir una infraestructura para el enfrentamiento, fortalecer el control territorial.
Si hay 10 mil jóvenes metidos en esto; si como dice el general Mario Montoya, comandante de la 4ª Brigada, estamos en una disputa territorial; y si del lado de allá utilizan fusiles y ametralladoras M60 y lanzagranadas, y de acá es preciso utilizar los helicópteros para ametrallar, movilizar tanques y concentrar y articular toda la fuerza pública para hacer batallas como en otros tiempos en Beirut o en Argel, es muy difícil no aceptar que esto es una manifestación palmaria de una guerra civil que tiene su centro de mando en las montañas en el caso de los actores irregulares y su cabeza visible en el presidente de la República en el caso de las instituciones.
AMENAZA REAL. Muy pocos le creyeron a Jorge Briceño -el "Mono" Jojoy, comandante de las farc- cuando el año pasado dijo que iban a llevar la guerra a las ciudades. Lo están haciendo de tres maneras: una, intensificando la construcción de milicias para avanzar en el control territorial en los barrios marginales de las ciudades, buscando los sitios más cercanos a sus frentes guerrilleros. Dos, a través de fuerzas especiales como las que atacaron el 7 de agosto el Palacio de Nariño, o hicieron el secuestro de diputados en Cali, o realizaron el ataque al entonces candidato Álvaro Uribe en la costa. Tres, a través de unidades con disposición de ejército y capacidad de pararse a disputar territorio con armas largas en pleno escenario urbano, que es lo novedoso de Medellín.
La Comuna 13 es además un sitio clave desde donde se accede a la carretera que comunica con Urabá y pueblos de montaña como Armenia y Mantequilla, que lleva al suroeste, quedando claro el significado estratégico de todos estos movimientos.
El estado de alerta en que están Bogotá, Cali y otras ciudades tiene toda la justificación del mundo. Los brotes milicianos en Ciudad Bolívar y en Usme, la presencia permanente de las fuerzas guerrilleras en la localidad de Sumpaz, lo mismo que el surgimiento de núcleos paramilitares, muestran una sorda penetración en la capital. La agitación que se siente en los alrededores de Cali, con actividades armadas soterradas en Agua Blanca, la Ladera o Siloe, concita mucha preocupación.
¿Se trata sólo de responder con soldados, toques de queda, militarización? Nadie duda que éste es un componente fundamental. Pero las organizaciones de derechos humanos, periodistas e incluso funcionarios públicos de las ciudades debaten si el Estado debe dar una respuesta integral a través de planes de emergencia que incluyan tanto la reorientación de la inversión en empleo hacia los lugares más críticos y la búsqueda de acuerdos humanitarios, como la idea de explorar negociaciones parciales