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Internacional

29 de abril del 2002

El colonialismo en casa

Javier Ortiz
He insistido ya varias veces en que no tiene sentido sorprenderse de que en Francia exista una extrema derecha sociológica relativamente numerosa. Siempre la ha habido. Ha tenido, eso sí, diversas expresiones políticas y electorales. A veces específicas, diferenciadas; otras, integradas en agrupaciones más amplias (caso del gaullismo, durante un cierto tiempo).
El mundo mental de la extrema derecha francesa está íntimamente vinculado a la experiencia colonial, todavía reciente, y a las frustraciones y los traumas de la descolonización, todavía más recientes.
Ésa es una de las razones que explican la virulencia de su sentimiento anti estadounidense: aún sangra por la herida del juego sucio que hizo Washington para facilitar el hundimiento del colonialismo francés y sustituirlo por su imperialismo de nuevo cuño en algunos puntos estratégicos del globo, muy especialmente en la vieja Indochina. Un tanto al modo de lo que le sucedió a España en 1898 en Cuba, pero en mucha mayor escala... y con los protagonistas todavía en vida.
Ese sentimiento de gran potencia injustamente venida a menos encuentra también reflejo en las fortísimas reticencias de buena parte de la derecha francesa hacia el proceso de construcción europea, sentimiento al que no son ajenos –aunque por sus propias y justificadas razones– amplios sectores de la izquierda. Por decirlo amablemente, ni Gran Bretaña ni –muchísimo menos– Alemania gozan de un gran prestigio histórico en Francia.
Como gran potencia colonial, Francia mantuvo durante largos decenios un doble juego político y moral. O, si se prefiere, un reparto de papeles. Tenía una escala de valores y unas posiciones de principio de obligado cumplimiento para uso de la metrópoli, y otras, radicalmente diferentes, destinadas a garantizar el orden –su orden– en las colonias. La Francia metropolitana era librepensadora, defensora a ultranza de los derechos humanos, acogedora, libre. En las colonias, sus militares, sus policías –y, si hacía al caso, también sus colonos– se regían por normas mucho menos consideradas. Mandaban sin miramientos sobre las poblaciones autóctonas. Quienes protagonizaban esta última realidad sentían un hondo desprecio por la molicie metropolitana: ellos estaban haciendo el trabajo sucio sobre el terreno, en los lugares más alejados e inhóspitos, para que los señoritos de París pudieran gozar de todas las comodidades y entretenerse con sus remilgos filosóficos y artísticos. Por supuesto que hablar de «todas las comodidades» y de «remilgos filosóficos» a propósito de la clase obrera francesa de los años 50 y 60 no pasa de ser un sarcasmo de dudoso gusto, pero la perspectiva de los agentes de la Francia colonial, uniformados o civiles, era ésa.
Muchos de ellos instalados en las lejanas posesiones del imperio desde tiempos inmemoriales, vivieron como una insoportable humillación su expulsión de ellas manu militari y su regreso obligado a una metrópoli en la que algunos –no pocos–, los miraban con desprecio y hasta se permitían juzgar severamente su comportamiento.
El fenómeno de la inmigración tampoco es nuevo en Francia. Siempre ha sido receptora de emigrantes. De muchas procedencias. No sólo de sus colonias africanas y de sus dominios y territorios de ultramar, sino también de España, de Italia y del Este europeo. Pero el fenómeno nunca había alcanzado cotas tan importantes como en la actualidad. Nunca su amplitud había dado tanto pie para que los colonialistas derrotados de hace unos decenios y quienes han heredado ese trauma sientan la sensación de que los pueblos de las colonias han decidido invadir la metrópoli y, en cierto modo, emprender un proceso de colonización inversa, por la vía de la ocupación en masa, cual si de una especie de revancha histórica se tratara.
Sienten peligrar su identidad, su cultura, su modo de vida: el ser de Francia.
Tratándose de este sentimiento de raíz colonial, tampoco debe extrañar que se extienda con cierta aparente transversalidad política. Hablo ahora del estupor que produce en muchos el hecho de que buena parte de la base social del Partido Comunista Francés, concentrada en el cinturón obrero de París y en otros núcleos industriales, se haya pasado con armas y bagajes a las filas de Le Pen. Conviene recordar que el PCF fue un bastión del poder colonial francés y que se opuso con uñas y dientes a la descolonización, echando mano para ello de los argumentos más peregrinos. Durante la guerra de Argelia, el PCF organizó una verdadera caza de brujas contra la gente de izquierda que defendía la independencia de la colonia, hasta tal punto que los militantes comunistas que apoyaban al FLN argelino tuvieron que organizarse clandestinamente dentro de su propio partido.
Quiero decir con esto que sus votantes obreros no han dado un salto cultural tan portentoso. Su giro político ha venido considerablemente facilitado, además, por el hecho de que son ellos los que viven más intensamente el problema: los que ven cómo sus barriadas han sido ocupadas por ingentes masas de inmigrantes que les roban sus tradiciones, alteran sus paisajes urbanos e imponen sus extraños estilos de vida. La inseguridad ciudadana, protagonizada por sectores marginalizados muy vinculados a la inmigración, es palmaria, y afecta sobre todo a las clases sociales de medios económicos más escasos.
Todo lo cual ha contribuido a la recuperación –o, si se prefiere, a la readaptación– de los viejos tics coloniales. Ahora ya no se trata de aplicarlos en Argel, en Hanoi o en la Martinica, sino en los enormes núcleos urbanos empobrecidos de la metrópoli.
No digo que esto lo explique todo. Digo tan sólo que conviene tener en cuenta estos datos a la hora de preguntarse que está sucediendo en Francia. Mejor no conformarse con los cuatro tópicos al uso en las tertulias capitalinas, empeñadas en que nuestros vecinos se ven metidos en problemas porque no tienen a su frente una mente tan preclara como la de Aznar.



Del "Diario de un resentido social"
http://www.mundofree.com/javier_ortiz/index.html