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Medio Oriente

26 de marzo del 2002

Neoliberalismo: la lucha de todos contra todos

Pierre Bourdieu
Clarín

Lunes 13 de abril 1998. El nuevo orden económico trae aparejada una lógica social egoísta y altamente competitiva · Para el autor, esto implica la transformación y destrucción de toda estructura colectiva capaz de obstaculizar el despliegue del mercado, como el Estado, las asociaciones intermedias e incluso la familia

Cabe preguntarse si el mundo económico es en verdad, como pretende el discurso dominante, un orden puro y perfecto que despliega implacablemente la lógica de sus consecuencias previsibles, dispuesto a reprimir todos los incumplimientos mediante las sanciones que inflige, ya sea de manera automática o, más excepcionalmente, por intermedio de su brazo armado, el FMI o la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), y sus políticas: baja del costo de mano de obra, reducción de los gastos públicos y flexibilización laboral. ¿Y si, en realidad, sólo fuera la implementación de una utopía, el neoliberalismo, convertido así en programa político, una utopía que se imagina como la descripción científica de lo real? Esta teoría tutelar es pura ficción matemática basada en una abstracción formidable, que consiste en poner entre paréntesis las condiciones y las estructuras económicas y sociales que son la condición de su ejercicio. Basta con pensar en el sistema de enseñanza, que nunca se tuvo en cuenta como tal en un momento en que desempeña un rol determinante tanto en la producción de bienes y servicios como en la producción de los productores.
De esta suerte de falla original, inscripta en el mito de la "teoría pura", derivan todas las faltas y todas los incumplimientos de la disciplina económica y la obstinación fatal con la cual se aferra a la oposición arbitraria que hace existir entre la lógica meramente económica, basada en la competencia, y la lógica social, sometida a la regla de la igualdad.
Un discurso diferente
Dicho esto, esta "teoría" originariamente desocializada y deshistorizada cuenta hoy más que nunca con los medios para volverse verdadera, empíricamete verificable. En efecto, el discurso neoliberal no es un discurso como los otros. A la manera del discurso psiquiátrico del asilo, según Erving Goffman, es un "discurso fuerte", tan fuerte y tan difícil de combatir precisamente porque tiene a su disposición todas las fuerzas de un mundo de relaciones de fuerza a cuyas características contribuye, sobre todo orientando las opciones económicas de quienes dominan las relaciones económicas y agregando a estas relaciones de fuerza la propia. En nombre de este programa científico de conocimiento convertido en programa político de acción, se lleva a cabo un inmenso trabajo político que apunta a crear las condiciones de realización y de funcionamiento de la "teoría"; un programa de destrucción metódica de los colectivos.
El movimiento, posible gracias a la política de desregulación financiera, hacia la utopía neoliberal de un mercado puro y perfecto se logra a través de la acción transformadora y destructiva de todas las estructuras colectivas capaces de obstaculizar la lógica del mercado puro: la nación, cuyo margen de maniobras es cada vez más limitado; grupos de trabajo, por ejemplo con la individualización de los salarios y de las carreras en función de las competencias individuales y la consiguiente atomización de los trabajadores; los colectivos de defensa de los derechos de los trabajadores -sindicatos, asociaciones, cooperativas-; la familia misma que, a través de la constitución de mercados por clases de edad, pierde una parte de su control sobre el consumo.
El programa neoliberal, que extrae su fuerza social de la fuerza político- económica de aquellos cuyos intereses expresa -accionistas, operadores financieros, industriales, políticos conservadores y socialdemócratas convertidos a las dimisiones reconfortantes del "laissez- faire", altos funcionarios de las finanzas-, tiende globalmente a favorecer la ruptura entre la economía y las realidades sociales. Y a construir así, en la realidad, un sistema económico conforme a la descripción teórica. Es decir, una suerte de máquina lógica que se presenta como una cadena de limitaciones que generan los agentes económicos.
La mundialización de los mercados financieros, junto con el progreso de las técnicas de información, asegura una movilidad sin precedentes de los capitales y ofrece a los inversores sociales una rentabilidad a corto plazo de sus inversiones, la posibilidad de comparar de manera permanente la rentabilidad de las más grandes empresas y de sancionar los fracasos relativos. Las mismas empresas, bajo amenaza permanente, deben ajustarse rápidamente a las exigencias de los mercados, con el riesgo de perder, como se dice, "la confianza de los mercados" y el respaldo de los accionistas que, preocupados por obtener una rentabilidad a corto plazo, cada vez son más capaces de imponer su voluntad a los gerentes, de exigirles normas y de orientar sus políticas en materia de contratación, empleo y salario.
Así se instaura el reinado absoluto de la flexibilidad, con los contratos temporarios o las pasantías y la instauración, en el seno de la empresa, de la competencia entre filiales autónomas, entre equipos y entre individuos a través de la individualización de la relación salarial. Objetivos individuales, reuniones individuales de evaluación, evaluación permanente, incrementos individualizados de salarios, carreras individualizadas, estrategias de "responsabilización" que tienden a asegurar la autoexplotación de ciertos cuadros que, aunque simples asalariados bajo una fuerte dependencia jerárquica, son responsabilizados por sus ventas, sus productos, su sucursal, su revista, etcétera, como si fueran "independientes". Exigencia de "autocontrol" según las técnicas de "gestión participativa", infinidad de técnicas de obligación racional que, al imponer el trabajo en condiciones de urgencia, ayudan a debilitar o a abolir las solidaridades colectivas.
La institución práctica de un mundo darwiniano de una lucha de todos contra todos, en todos los niveles jerárquicos, que encuentran los motores de la adhesión a la tarea y a la empresa en la inseguridad, el sufrimiento y el estrés, seguramente no podría triunfar tan exitosamente si no encontrara la complicidad de los hábitos precarizados que produce la inseguridad y la existencia, en todos los niveles jerárquicos, incluso entre los más altos, de un ejército de reserva de mano de obra docilizada por la precarización y por la amenaza permanente del desempleo.
La máquina infernal
El fundamento último de todo este orden económico es la violencia estructural del desempleo, de la precariedad y de la amenaza de la suspensión: la condición del funcionamiento "armonioso" del modelo micro-económico individualista es un fenómeno de masas: la existencia del ejército de reserva de los desempleados.
Esta violencia estructural pesa también sobre lo que se llama el contrato de trabajo. El discurso empresarial nunca habló tanto de confianza, cooperación, lealtad y cultura empresarial como en una época en la que se obtiene la adhesión a cada instante haciendo desaparecer todas las garantías temporales.
Vemos así que la utopía neoliberal tiende a encarnarse en la realidad de una suerte de máquina infernal, cuya necesidad se impone incluso a los dominantes. Como el marxismo en otro tiempo, con el cual tiene muchos puntos en común, esta utopía suscita una creencia profunda, la "free trade faith" (fe en el libre comercio), no sólo de los financistas, los gerentes de las grandes empresas, etcétera, sino también en quienes encuentran en ella la justificación de su existencia, como los altos funcionarios y los políticos que sacralizan el poder de los mercados en nombre de la eficacia económica, que exigen la abolición de las barreras administrativas o políticas capaces de fastidiar a los capitalistas en la búsqueda puramente individual de la maximización de la ganancia individual, que quieren bancos centrales independientes y que pregonan la subordinación de los Estados nacionales a las exigencias de la libertad económica.
Sin compartir necesariamente los intereses económicos y sociales de los verdaderos creyentes, los economistas tienen bastantes intereses específicos en el campo de la ciencia económica como para hacer una contribución decisiva a la producción y la reproducción de la creencia en la utopía neoliberal.
Alejados por toda su existencia y toda su formación intelectual, la mayoría de las veces puramente abstracta y teórica, del mundo económico y social tal cual es, están inclinados a confundir las cosas de la lógica con la lógica de las cosas. Confiados en modelos que prácticamente nunca pueden someter a la prueba de la verificación experimental, inclinados a mirar desde arriba los progresos de otras ciencias históricas, cuya verdadera necesidad y profunda complejidad son incapaces de comprender, participan y colaboran en un cambio económico y social que no puede resultarles desagradable ya que tienden a hacer real la utopía ultraconsecuente (como ciertas formas de locura) a la que dedican su vida.
Y, sin embargo, el mundo es así, con los efectos inmediatamente visibles de la implementación de la gran utopía neoliberal. No sólo la miseria de una fracción cada vez mayor de las sociedades más avanzadas económicamente, el crecimiento extraordinario de las diferencias entre los ingresos, la desaparición progresiva de los universos autónomos de producción cultural mediante la imposición de los valores comerciales, sino también -y sobre todo- la destrucción de todas las instancias colectivas capaces de contrarrestar los efectos de la máquina infernal. Y también la imposición de esta suerte de darwinismo moral que, con el culto del ganador, instaura la lucha de todos contra todos y el cinismo como normas de todas las prácticas sociales.
La paradoja del presente
¿Podemos esperar que la masa extraordinaria de sufrimiento que produce este tipo de régimen político-económico algún día sea el principio de un movimiento capaz de detener la carrera hacia el abismo? Estamos frente a una extraordinaria paradoja: por un lado, los obstáculos en la realización del nuevo orden, el del individuo solo pero libre, hoy son considerados imputables a rigideces y arcaísmos, y toda intervención directa y consciente -al menos cuando proviene del Estado- es desacreditada de antemano. Pero al mismo tiempo, la permanencia o la supervivencia de las instituciones en vías de desmantelamiento, el trabajo de todas las categorías de trabajadores sociales y todas las solidaridades sociales y familiares son los que hacen que el orden social no se sumerja en el caos.
El paso al "liberalismo" se logra de manera insensible, por tanto imperceptible, ocultando así sus efectos más terribles a largo plazo. Efectos que disimulan, paradójicamente, las resistencias que suscita de parte de quienes defienden el orden antiguo, las solidaridades antiguas.
Pero estas mismas fuerzas de "conservación", que fácilmente se pueden tratar como fuerzas conservadoras, también son fuerzas de resistencia a la instauración del nuevo orden, que pueden convertirse en fuerzas subversivas.
Si podemos conservar alguna esperanza razonable, tiene por protagonista a lo que todavía queda de estas fuerzas, las cuales -bajo la apariencia de defender simplemente un orden desaparecido y los "privilegios" correspondientes- deben trabajar para construir un orden social que no tenga por única ley la búsqueda del interés egoísta y la pasión individual por la ganancia, y que dé lugar a colectivos orientados hacia la búsqueda racional de fines colectivamente elaborados y aprobados.
Entre estos colectivos -asociaciones, sindicatos, partidos- cómo no darle un lugar especial al Estado nacional o, mejor aún, supranacional, capaz de controlar e imponer las ganancias obtenidas en los mercados financieros y contrarrestar la acción destructiva que estos últimos ejercen en el mercado del trabajo, organizando la elaboración y la defensa del interés público que, queramos o no, no saldrá jamás de la visión del contable que la nueva creencia presenta como la forma suprema del logro humano.
Copyright Pierre Bourdieu y Clarín, 1998.
Traducción de Claudia Martínez.