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Internacional

11 de septiembre del 2002

Un año después

Juan F. Martín Seco
Estrella Digital

Parece obligado escribir hoy acerca del 11 de septiembre. Escribo para declarar que no me gusta escribir sobre ello. Escribo para renegar de esa idea que, con cierto papanatismo, se repite sin cesar: el 11 de septiembre marcó la historia, ya nada será igual. Hay quien, en el colmo de la petulancia, ha afirmado que el 11 de septiembre nunca más volverá a ser, mientras perdure la civilización, un día de felicidad. Para la humanidad en su conjunto pocos son los días felices. ¿Por qué damos por hecho que sólo sufren los ricos?
El 11 de septiembre del 2001 Nueva York vivió una enorme tragedia, se cometió una atrocidad, una salvajada, pero ¿cuál es el día que en una u otra parte del planeta no se da una tragedia de proporciones similares e incluso mayores? Varios miles de personas inocentes murieron en las Torres Gemelas, pero ¿cuántas muertes causa diariamente en el Tercer Mundo la desnutrición, la falta de higiene o de agua potable, o la ausencia de medicamentos? Cuarenta mil niños fallecen de hambre en el mundo cada jornada. ¿A qué número se elevan las víctimas inocentes del bloqueo ejercido sobre Irak? ¿Acaso sólo los muertos norteamericanos o europeos son merecedores de luto?
Hubo en 1973 otro 11 de septiembre. Allá en Chile, los que ahora son víctimas fueron verdugos, y puestos a ser grandilocuentes, aquel día también cambió la historia, al menos para América Latina. Se abortó la posibilidad de que los países del hemisferio sur americano se adentrasen por la senda de la justicia y de la democracia.
Se cumple un año del atentado de las cumbres gemelas y pocos hasta ahora, a pesar de la tinta vertida, han sido los que se han preguntado el porqué. ¿Qué circunstancias económicas, sociales y políticas abonan el campo para que en ciertas sociedades se extienda cada vez más una ideología tan insana como la del fundamentalismo islámico? Cualquier terrorismo puede tener mucho de demencia criminal, pero reducir su análisis exclusivamente a este aspecto es una postura simplista, que cierra de antemano la posibilidad de conocer sus entresijos y por lo tanto de anularlo.
Tras el 11 de septiembre, el Gobierno estadounidense, lejos de enfrentarse de verdad al problema y preguntarse el porqué de ese antiamericanismo que recorre el mundo asentado en lo profundo de las sociedades, por más que los gobiernos den a entender otra cosa, optó por utilizar el terrorismo como coartada. Aprovechó el envite para remover los sentimientos nacionalistas más oscuros, que siempre anidan en las entrañas de un pueblo, para plantear una grotesca cruzada, tanto más grotesca cuanto que el terrorismo es siempre difícil de localizar.
Pero es ese carácter volátil del terrorismo el que hace tanto o más peligrosa la respuesta americana. Le permite a Bush situar al enemigo allí donde le apetezca, y por ello intervenir a sus anchas en el mundo, violando todas las convenciones internacionales. La coartada es perfecta. Basta acusar como terrorista a un país, incluirlo en el "eje del mal", para justificar el ataque y la invasión si fuese precisa. Antes fue Afganistán, ahora Irak.
El terrorismo sirve también para ocultar las vergüenzas internas. Los enemigos exteriores unen a los pueblos con sus gobernantes, y hacen que las sociedades se olviden de los verdaderos problemas políticos, en especial de los económicos y sociales. Bush pasó de ser un presidente en entredicho, cuestionado y criticado, a líder indiscutible de la nación. Nadie le reprochó el fallo estrepitoso de los servicios de inteligencia o los errores manifiestos en la seguridad. Al contrario, su popularidad, que rondaba un ramplón 51 por ciento, llegó al 96 por ciento.
Por último, aunque no menos importante, agitar el fantasma del terrorismo se convierte en la excusa perfecta para el sueño conservador de restringir libertades y garantías, potenciando hasta el límite el Estado-policía. La violación de los derechos más elementales ha sido una constante este año en la actuación de la Administración Bush, dentro y fuera de EEUU. Aquél sobre quien se extiende la sospecha de terrorista -y no olvidemos la imprecisión que muchas veces caracteriza tal acusación- queda privado de todo derecho: tribunales militares, falta de asistencia jurídica, tortura, detenciones indefinidas, deportaciones, campos de concentración, cuerpos especiales de delatores, etc. Guantánamo quedará grabado en la historia como una vergüenza de la humanidad.