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Internacional

30 de agosto del 2002

EE.UU: Fast Track blues

Faiza Rady
Al-Ahram Weekly
Traducido para Rebelión por Germán Leyens

El Presidente de EE.UU., George W. Bush terminó por eclipsar a su Némesis, Bill Clinton. Durante este mes, Bush convenció al Congreso de EE.UU. de que le otorgara autoridad para el Fast Track [la vía rápida - llamada ahora Autoridad de Promoción Comercial (TPA en inglés)]-algo que Clinton nunca logró. El éxito del presidente fue debidamente encomiado por el Presidente del Comité de Finanzas del Senado, Max Baucus, el demócrata que negoció el acuerdo. Baucus describió el paquete como "la más histórica legislación comercial jamás aprobada por el Congreso". La declaración de Baucus dio en el clavo. La ley del Fast Track autoriza a Bush a superar los obstáculos legislativos para negociar y firmar acuerdos comerciales internacionales vinculantes sin obtener la aprobación previa del Congreso.
Un maná para el presidente de EE.UU., el procedimiento da a Bush mano libre para negociar unilateralmente acuerdos comerciales. Dejando en su mayor parte a un lado la legislatura, el Fast Track expande masivamente los poderes presidenciales al limitar la participación legislativa a un voto de "sí o no" una vez terminada la negociación sobre los nuevos acuerdos comerciales e imposibilita cualquier enmienda.
Lo que está en juego es el Área Libre de Comercio de 'las Américas' (ALCA), un mercado colosal de 34 países que incluiría a todos los del hemisferio occidental, con la excepción de Cuba. Con una población de 800 millones, y un producto interno bruto (PIB) de 11 trillones de dólares, el ALCA sería la mayor zona de libre comercio en el mundo.
Siguiendo el modelo del NAFTA (Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte), que incluye a Canadá, EE.UU. y México, la versión estadounidense del ALCA será puesta a punto exclusivamente por el equipo de Bush.
Los analistas, que esencialmente consideran el ALCA como un clon macho del NAFTA, utilizan este último como un anteproyecto de lo que queda por venir.
Los vendedores viajeros del NAFTA prometieron inicialmente todo para todos, dicen los críticos. Sacando partido del truco de que lo "grande es hermoso" y de los mantras "globalización" y "libre comercio," el argumento de venta para el NAFTA prometía efectivamente salud, riqueza y prosperidad simultáneamente para los inversionistas, los financieros y los trabajadores.
Ocho años después, analistas de varios matices y colores están de acuerdo en que los mercachifles del NAFTA han cumplido por lo menos algunas de sus promesas. En todos los tres países, las estadísticas muestran que los inversionistas y los financieros prosperaron bajo el régimen del NAFTA.
Pero por encima de las mundanas ganancias capitalistas, los expertos neoliberales promueven triunfalmente a México como una especie de vitrina, una historia de éxito del libre comercio en un país del Sur. Según su versión de la historia, la fórmula neoliberal (liberalización y privatización bajo los auspicios del NAFTA) saneó mágicamente la economía mexicana después del desastroso crash del mercado bursátil de 1994. NAFTA atrajo a un contingente de inversionistas extranjeros armados del tan necesitado capital, y la economía mexicana despegó, prosperó y todos vivieron felices para siempre.
Aunque este cuento neoliberal puede parecer convincente por su simplicidad, no considera el crash de 1994 como un factor determinante de importancia en la repentina inyección de capital extranjero a México. El crash, que llevó a una devaluación de un 31 por ciento del peso, creó, en realidad, las condiciones perfectas para un diluvio de la tan ansiada inversión directa extranjera. Con la caída de los costos de producción y de la mano de obra, México se convirtió en un refugio para inversionistas que buscaban pastos más verdes "al Sur". Por lo tanto, entre 1993 y 1999, los flujos de inversión directa extranjera a México aumentaron un 169 por ciento, y las tan cacareadas maquiladoras, las fábricas en zonas de libre comercio orientadas a la exportación, se multiplicaron como hongos a lo largo de la frontera entre EE.UU. y México.
żO sea que no hay nada mejor que un tremendo crash de la bolsa de valores para que el sistema comience a funcionar de nuevo y envíe una masiva dosis de adrenalina, a través de inversiones directas extranjeras, a una economía enferma?
Si se sigue esa lógica, un seductivo crash en un país meridional empobrecido debiera hacer que todo el mundo fuera feliz. En este guión, "del mejor de todos los mundos", los inversionistas del Norte, lograrán más beneficios que en casa, los inversionistas locales expandirán sus operaciones y harán su agosto, y los trabajadores presumiblemente volverán a tener empleo -arrimando el hombro en alguna línea de montaje de alta tecnología.
żO sea que el NAFTA cumplió con las promesas de prosperidad para todos y el crash fue, en efecto, una bendición disfrazada para la economía? Sí y no, el problema es que la suma de las partes no llega al total en esta ecuación en particular.
Aunque el crash del mercado redujo los costos de producción para los capitalistas, los trabajadores no obtuvieron lo que los vendedores del NAFTA habían alabado: más puestos de trabajo y mejores condiciones laborales en las maquiladoras. Aunque los mandamases prosperaron, la economía nacional no se desarrolló significativamente.
En las tan ponderadas maquiladoras, las exportaciones aumentaron a una tasa anual de un 16 por ciento entre 1995 y 1999 -un crecimiento impresionante, cuando es medido en términos absolutos. En el mundo real, sin embargo, el crecimiento de las exportaciones de las maquiladoras fue compensado por un volumen creciente de importaciones de productos manufacturados. Las importaciones totales de productos manufacturados de EE.UU. y de otros países aumentaron en un 18,5 por ciento en el período entre 1995 y 1999, llevando a un serio déficit del comercio exterior que puede preparar el camino para otra crisis.
Si el modelo de desarrollo impulsado por las exportaciones de México parece más atractivo en términos absoluto, en ausencia de detalles como la balanza de importación y exportación, se puede decir lo mismo de la situación laboral. Durante el período de 1995 a 1999, el empleo total en México creció de 33,9 millones a 39,1 millones de puestos de trabajo. Las cifras indican un continuo crecimiento del empleo.
Durante los últimos 10 años, el empleo agrícola ha oscilado alrededor de ocho millones de trabajadores. La estabilidad de la cifra sugiere que no ha habido una importante tendencia migratoria de los centros rurales a los urbanos, y que el NAFTA no ha tenido un impacto importante en los modelos de empleo rural. Hasta ahí todo va bien.
En las áreas urbanas del país, la escena parece casi tan bucólica como sobre el papel. Entre 1989 y 1999, las cifras muestran muy bajos niveles de desempleo -ubicados generalmente entre un dos y un tres por ciento. La única excepción importante fue en 1995, cuando el desempleo subió a un seis por ciento en la secuela inmediata del crash.
Pero las cifras reflejan una imagen deformada. Las estadísticas laborales de México definen el empleo en términos algo elásticos. Según la definición de la Secretaría del Trabajo de México, una persona que ha trabajado por lo menos una hora por semana antes de la encuesta, debe ser considerada como "empleada". Las bajas cifras de desempleo, por lo tanto, ocultan un severo subempleo o desempleo.
El cambio más dramático en las condiciones laborales fue la pérdida de puestos asalariados regulares en la manufactura y los servicios. Entre 1991 y 1998, un 13 por ciento de los puestos asalariados fueron eliminados definitivamente. El deterioro de las condiciones laborales durante ese período es reflejado por el aumento en la proporción de la fuerza laboral que trabaja por cuenta propia y / o que trabaja en el sector informal, a menudo por bajos salarios, o sin salario alguno, en empresas de propiedad familiar. Entre 1991 y 1998, la proporción de trabajadores por cuenta propia se casi duplicó, subiendo de un 17 por ciento a un 23 por ciento, mientras que el sector de trabajadores sin pago aumentó de un 4,6 por ciento a un 12 por ciento.
La pérdida de trabajos asalariados significa que los trabajadores pasaron a trabajos de bajo nivel técnico, y de poca paga en el sector informal. Entre 1991 y 1998, los salarios disminuyeron en un 27 por ciento, mientras que el ingreso por hora se derrumbó en un 40 por ciento. Además, los altos niveles de inflación significaron una erosión importante de los ingresos de los trabajadores. Durante la última década, el salario mínimo en México perdió aproximadamente un 50 por ciento de su valor adquisitivo.
En este contexto, la fachada de la historia del éxito mexicano muestra una serie de horrendas grietas. Bajo el NAFTA, la situación sigue siendo sombría para los trabajadores mexicanos. En cuanto al ALCA, promete mucho más de lo mismo, aunque a una escala mucho mayor, por cortesía del Fast Track.