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Internacional

22 de julio del 2002

El oficio de periodista

Antonio Cuesta Marín

Quienes suelen referirse al caso Watergate como paradigma del poder de los medios de prensa o cual máximo exponente de la libertad de expresión en las democracias formales, convendría recordarles (aunque es el cinismo, y no su ignorancia, lo que les impide reconocerlo) que cuando Nixon envió a una caterva de hampones a espiar los cuarteles del Partido Demócrata, pasó por alto que ese partido representaba y defendía (como sigue haciéndolo) a un sector muy importante de la comunidad empresarial. Fue ésta la razón por la cual el caso se erigió en escándalo y forzó la dimisión del Presidente.
Fue esa y no otra, pues al mismo tiempo, y aprovechando el tirón mediático, otro partido estadounidense, también legal pero en absoluto defensor de los poderosos, el Partido Socialista de los Trabajadores (PST), reveló que sus sedes soportaban desde hacía una década continuas incursiones ilegales y otras actividades ilícitas a manos del FBI. Estas violaciones eran, sin lugar a dudas y bajo cualquier criterio, mucho más graves que el caso Watergate, por cuanto las actuaciones de la policía constituían sólo un eslabón más en la larga cadena de un plan gubernamental, en el que también se hallaban inscritas otras administraciones públicas, con el objetivo de frenar la acción política independiente, instigar la violencia en los ghettos y socavar los movimientos populares que estaban empezando a atraer a sectores, generalmente marginados, hacia la participación política en la toma de decisiones. Estas actuaciones secretas e ilegales fueron reveladas en procesos judiciales y en otros foros durante el periodo Watergate, pero nunca quedaron reflejadas en las actas del Congreso y los medios de comunicación no les dedicaron excesiva atención. En esos días, ni siquiera supuso un escándalo la complicidad del FBI en el asesinato de un dirigente de los Panteras Negras de Chicago a manos de un policía.
Por eso, cuando el pasado 23 de junio el periódico El Nacional de Venezuela y el ínclito Juan Luis Cebrián se coligaron para exaltar a bombo y platillo los 30 años del caso Watergate, y en palabras de Cebrián reivindicarlo como el "símbolo de la independencia de la prensa frente al poder político y recordatorio del papel que a los diarios compete en una democracia, en tanto que develadores de corrupciones y manejos sucios", no puede uno por menos de acordarse del papel tan mezquino y tan rastrero que ambos periódicos (El Nacional y El País) han desarrollado en la historia reciente de sus respectivos países. El primero como valedor de facciosos e incitador a la violencia antes, durante y con posterioridad al golpe de estado en Venezuela. El segundo como adlátere de la socialdemocracia terrorista, justificando, legitimando y amparando al gobierno del PSOE en todo cuanto tuvo relación con los GAL y con cuantas redes delictivas, cobijadas en la lucha contra ETA, se enriquecieron a cargo de los fondos reservados. Porque ¿cuál fue la posición del Independiente de la mañana cuando en abril de 1998 se destapó el escándalo de las escuchas ilegales llevado a cabo por el CESID contra diversas sedes de Herri Batasuna? ¿Mostró acaso el periódico su independencia frente al poder político, exigiendo responsabilidades por unas violaciones inadmisibles en un estado de derecho? Por supuesto que no. Como en el caso del PST estadounidense, las noticias fueron de compromiso, atacando más a la forma que al fondo y esperando a que escampara.
En su artículo, Cebrián hilvana la historia del Watergate con jugosas anécdotas personales que le sucedieron con los periodistas del famoso caso. Sólo para presentarse como "uno de ellos".
Para demostrar cual es su círculo de amistades, su ética profesional compartida. Para hacernos así olvidar que mientras sus colegas aireaban los trapos sucios de Nixon, él (director del periódico franquista Informaciones) se dedicaba, en 1974, a despedir a los líderes obreros que se encontraban en huelga. Y no se resiste a recoger lo que él considera los principios básicos del buen periodista, enunciados por Bill Kovach y Tom Rosenstiel, pero que no duda en hacerlos suyos. "1) La primera obligación del periodismo es la verdad. 2) Su primera lealtad es hacia los ciudadanos. 3) Su esencia es la disciplina de la verificación. 4) Sus profesionales deben ser independientes de los hechos y personas sobre las que informan. 5) Debe servir como un vigilante independiente del poder. 6) Debe otorgar tribuna a las críticas públicas y al compromiso. 7) Ha de esforzarse en hacer de lo importante algo interesante y oportuno. 8) Debe seguir las noticias de forma a la vez exhaustiva y proporcionada. 9) Sus profesionales deben tener derecho a ejercer lo que les dicte su conciencia".
Es decir, un periodista debe ser veraz, fiel a sus vecinos, riguroso con las fuentes informativas, libre de compromisos, celoso de la legalidad, solidario y comprometido, sagaz, infatigable a la par que comedido y por último, no una característica del buen periodismo, sino una petición para los empresarios de los medios de comunicación "dejen a los profesionales que se rijan por su ética". De modo que ocho principios y una recomendación. Y finaliza el profeta Cebrián: "Estos nueve mandamientos [ocho, según hemos visto] se encierran fácilmente en dos, pues desde las tablas de Moisés no hay decálogo [¿pero no decía nueve?] con el que no pueda hacerse algo así: el periodismo debe ser veraz e independiente".
Pero vayamos de la teoría a la práctica. ¿Cómo se conjuga en El País este quehacer diario? Aquí van unos ejemplos.
Ante todo la verdad. Los profesionales de este medio deben ser veraces como en el caso Elejalde. Marzo de 1997, la policía detiene a Fernando Elejalde como presunto autor de los disparos contra un funcionario de prisiones. Según la versión policial, el detenido habría sido atropellado accidentalmente por un vehículo al intentar escapar. Mas a ningún periodista se le ocurrió pensar que el vehículo tendría una matrícula y un conductor y que existirían testigos para comprobar ese extremo. Transcurridos tres días, el detenido tiene que ser ingresado en urgencias con fractura de cuatro vértebras lumbares, perforación del tímpano derecho y contusiones múltiples por todo el cuerpo. Pese a que todas las evidencias apuntaban a un nuevo caso de torturas, las crónicas abrazaban, día tras día, los partes policiales. Sin embargo, si esas lesiones se habían producido 3 días antes ¿por qué dejaron transcurrir el tiempo hasta ingresar al detenido en urgencias? Aun siendo verdad esa versión ¿no constituía, ya de por sí, tortura el mantener a una persona en ese estado, sin atención médica, durante 72 horas? La crónica de El País de ese día (14-3-97) ocupaba una página y estaba elaborada en su práctica totalidad con declaraciones policiales y fuentes del Ministerio del Interior. Hacia la mitad del artículo, deslizado, casi ocultado al final de un párrafo, se decía que "la juez María del Mar Rebollo y la forense María del Carmen Baigorri han controlado la situación del detenido desde el pasado martes (día de la detención), sin que hubieran apreciado el cuadro clínico por el que ayer (jueves) tuvo que ser hospitalizado", para a continuación, y tras el subtítulo "Golpe contra un coche", explicar profusamente y con todo lujo de detalles que las lesiones eran del primer momento de la detención. Ninguna de las crónicas publicadas en El País sobre el caso "Elejalde" contó con declaraciones o testimonios del detenido, su abogado o su familia. Hubiera bastado que uno cualquiera del citado periódico se hubiera acercado hasta la sede del juzgado donde se tomó declaración al detenido para saber por boca de sus abogados que lo denunciado fueron las sesiones continuas de tortura que tuvieron lugar durante las 48 horas que permaneció en manos de la Policía Nacional.
Los periodistas de El País deben ser fieles al pueblo, aunque sea el vasco. El 30 de noviembre de 1996 se desarrolló en Bilbao una manifestación, calificada de "histórica" por sus organizadores, para exigir al Gobierno el respeto de los derechos de los presos vascos.
Cincuenta mil personas recorrieron las calles de la capital vizcaína pidiendo el fin de la dispersión (ilegal bajo el ordenamiento jurídico español) y la aplicación de los artículos del Código Penal que velan por los derechos de los presos. Pese a que desde 1976 tan sólo cinco manifestaciones de carácter político habían congregado un número mayor de personas, al día siguiente El País en un ejercicio de funambulismo mediático decidía que lo más sensato era no publicar absolutamente nada, siguiendo la máxima de Ted Turner, patrón de la CNN, "si nosotros no mencionamos un acontecimiento, es como si no se hubiera producido".
También han de ser rigurosos a la hora de contrastar las fuentes. Y así cuando el juez Garzón acusó a la Coordinadora de Alfabetización y Euskaldunizaciónde adultos (AEK) de pertenecer al entramado que denominaba ETA-KAS-EKIN, El País pasó a denominarla "organización etarra" y aseguraba que "personas de la dirección de AEK trataban de influir para que la organización participara en los fines de ETA". Casi a la par, la editorial Zabaltzen fue allanada, registrada y criminalizada. Páginas y páginas para justificar los desmanes de Garzón, artículos y editoriales para presentar como un éxito de los demócratas la caída del "frente cultural" de ETA. Luego, cuando el administrador judicial impuesto por Garzón declaró la absoluta regularidad económica y financiera de AEK, ni un solo comentario. Y cuando el superjuez, no pudiendo hacer otra cosa, decidió archivar las actuaciones contra Zabaltzen porque "no se han encontrado indicios suficientes", El País (4-11-01) destinó una columnita de siete líneas y media, en una página interior, para la exculpación.
Por supuesto, han de ser celosos de la legalidad y respetuosos con el estado de derecho. A pesar de lo cual el 3 de febrero de 2002, El País publicó los datos físicos y personales de un menor, que estaba siendo juzgado a puerta cerrada en la Audiencia Nacional, y en la actualidad el periódico se enfrenta a varias querellas interpuestas por los padres del joven.
No han de tener compromisos ni ataduras. Como Vicente Cebrián, padre de Juan Luis y alto cargo de la prensa del Movimiento, quien cobró importantes emolumentos de los milicos argentinos, a través de la agencia de prensa Beta-press, por hablar bien de ellos durante el periodo de la dictadura en aquel país. O como el propio Juan Luis, que fue "gratificado" por la junta de accionistas del grupo PRISA (con entre 100 y 200 millones de pesetas) en reconocimiento a los servicios prestados y antes de que la empresa saliera a Bolsa.
El País quiere además que sus periodistas sean solidarios y comprometidos. Aunque sea en temas como el de los inmigrantes. Ilegales les llaman. Como adjetivo, este término, aun entrecomillado, criminaliza ante la opinión pública al inmigrante y justifica su represión. Como sustantivo es peor todavía, lo cosifica, lo reduce a mera mercancía de tráfico clandestino y por tanto perseguible "capturados noventa 'ilegales' en Cádiz" (El País 8-6-98). Además, las víctimas nunca merecen un tratamiento informativo individualizado, incluso se confunden con sus verdugos "desarticulada una red de inmigración ilegal y detenidos cuarenta y un magrebíes" (El País 18-3-98). Sólo para evitar tener que decir "detenidos cuatro españoles que traficaban con magrebíes".
Se les requiere sagaces e infatigables a la vez que comedidos. Y así, pese a todos los patinazos que en materia de instrucción ha dado el juez Garzón, en el editorial del 4 de julio de 2002 (centrada en el enésimo auto del juez contra el movimiento abertzale) se aseguraba que el último acto del hiperjuez "lleva toda la lógica de los anteriores hasta el final" y todo ello "es un triunfo del Estado de derecho y de la democracia". El auto en cuestión "ordena el embargo de Batasuna, pantalla legal del entramado, como responsable civil solidaria de los daños provocados por la violencia callejera en tres jornadas de lucha convocadas por la organización juvenil Segi". Sólo un pequeño detalle sin importancia se les escapó a los sagaces profesionales de El País. Una nimiedad que acaso no entre en su esquema de democracia. El caso es que Segi no cuenta con ninguna condena judicial en su contra por actos de violencia callejera, así que difícilmente se puede hacer responsable civil solidaria a otra organización (con la que no existe más vinculación que la ideológica) por actos que no son ni siquiera responsabilidad de la primera.
Y por último, la recomendación de Cebrián (que el pájaro vuele con sus propias alas) también la lleva a cabo El País, pero con no muy buenos resultados. Un artículo de Jose Luis Barbería en el que atacaba al juez Luis Blánquez por su pasividad con el mundo de la violencia, le costó al rotativo un juicio y diez millones de pesetas de multa. A principios del año 2000, la Sección Tercera de la Audiencia donostiarra condenó al periodista por atentado contra el honor del mencionado juez.
Veraces, fieles, rigurosos, independientes, respetuosos con los derechos humanos, solidarios y comprometidos, sagaces, infatigables y comedidos. Los periodistas de El País, que cubren a diario decenas de frentes informativos, lo tienen todo a manos llenas.
Y para corroborar el trabajo de sus chicos, afirma Cebrián en su artículo que "ser veraz significa que, efectivamente, los periodistas han de contar los hechos tal como sucedieron, no deben manipular los datos, ni resaltarlos a su conveniencia; tienen que ser rigurosos en la verificación, exhaustivos en las pruebas, puntillosos en los matices. [...] Ser independiente equivale a que tengan conciencia del papel social que su tarea implica, a no administrar la verdad que conocen según las conveniencias o presiones del poder, a no inmiscuir sus opiniones o intereses personales en los de los lectores, a no cambiar su condición primaria de testigos por la de jueces, a ser críticos, discutidores, polémicos y brillantes sin que la pasión por las palabras los aleje de la primera pasión por la verdad, sino sirviéndose de aquéllas para iluminar con mejor y mayor luz a esta última".
Es una pena que un discurso tan efectista suene tan a hueco. Que la práctica diaria de periódicos como El País mancille la profesión del periodismo y los más elementales principios éticos que deben regir ésta. Que el sometimiento de los medios de comunicación a grandes grupos empresariales les sitúe como órganos de propaganda. Y es precisamente este modelo de propaganda el que se encarga (¡y con qué éxito!) de mantener día a día el orden económico capitalista, de inculcar y defender la estructura social existente y de legitimar y servir de parapeto a los grupos de poder y privilegiados que dominan los estados y las sociedades de los países.