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Internacional

29 de julio del 2002

Derechos humanos, agravios estadounidenses

Kenneth Roth
Human Rights Watch
La institución de los derechos humanos más importante de los últimos 50 años se ha hecho realidad el lunes, pero su futuro no está ni mucho menos asegurado. Estados Unidos está haciendo todo lo que puede para debilitar a la nueva Corte Penal Internacional. A no ser que Europa actúe con decisión, la causa de la justicia internacional se verá en peligro.
El campo de batalla actual se encuentra en la sede de las Naciones Unidas. El gobierno de Bush está presionando para que las fuerzas de paz de la ONU queden fuera de la competencia de la Corte. Esta excepción, que socava la universalidad de la Corte, dañaría gravemente su credibilidad.
Esta propuesta es la última manifestación de la visión de Washington de que la justicia internacional es sólo para los demás, no para los estadounidenses. En el trasfondo de esta arrogancia sobrecogedora está el intento del gobierno estadounidense de determinar hasta qué punto puede presionar a sus aliados. Sabe que la Unión Europea ha adoptado una posición común con fuerza legal en defensa de la letra y el espíritu del tratado de la Corte. Pero tiene la esperanza de que la bravuconería y las amenazas obliguen a los gobiernos europeos a cambiar su postura.
Ha llegado el momento de poner límites. Si Europa renuncia a esta cuestión de principios, lo único que conseguirá será fortalecer la opinión de la derecha radical norteamericana de que Estados Unidos está por encima del derecho internacional. Las demandas de esta facción no harán más que intensificarse. La CPI, un tribunal permanente que podría tener competencia global, puede procesar a todo el que cometa actos de genocidio, crímenes de guerra o crímenes contra la humanidad. Su tratado ha sido ratificado por 74 gobiernos, entre ellos todos los miembros de la Unión Europea.
Estados Unidos lleva tiempo temiendo que sus ciudadanos se enfrenten a procesos infundados o por motivos políticos. En respuesta a esta preocupación, se incluyeron muchas salvaguardias en el tratado de la Corte. Es más, cualquier gobierno puede impedir que la Corte se haga cargo de un caso si investiga y, cuando sea pertinente, procesa a los presuntos criminales de guerra de su país. En definitiva, existen reglas para el funcionamiento imparcial del tribunal. La tarea estriba ahora en garantizar que se apliquen a conciencia. Esto dependerá de la calidad de los jueces y el fiscal, y de la cultura de la Corte. Europa tendrá un papel clave como garante de que la Corte mantiene los máximos niveles de justicia.
Este podría haber sido también el caso de Estados Unidos. Aunque no hubiera ratificado el tratado de la Corte, Washington podría haber ofrecido asesoramiento sobre reglas, personal, procedimientos y procesamientos. Pero el gobierno de Bush ha decidido no contribuir. Y ahora que la Corte se ha puesto en marcha, ha aumentado su resistencia.
Está amenazando con retirar su participación en las misiones de paz de la ONU a no ser que el Consejo de Seguridad de la ONU decida dejar fuera de la competencia de la Corte a todas las fuerzas de pacificación. Las consecuencias de esta amenaza son menos graves de lo que parece a primera vista por lo reducida de la participación estadounidense en estas misiones. A 30 de abril de 2002, Estados Unidos sólo contaba con 35 soldados y 677 policías bajo bandera de la ONU. Aunque Washington decidiera retirar su contribución del 27 por ciento al presupuesto de las misiones de pacificación, a Europa le vendría mejor conseguir los fondos que sacrificar la promesa de justicia internacional. La contribución de Washington a la misión de la ONU en Bosnia, por ejemplo, es sólo de 38 millones de euros.
Washington demostraría una escasa amplitud de miras si continuara socavando las misiones de paz de Bosnia y otras partes del mundo cuando sigue dependiendo de este tipo de ayuda en Afganistán. Se podría poner en evidencia.
Washington afirma que nunca desplegará sus tropas donde puedan verse sometidas a la competencia de un tribunal internacional. Pero durante los últimos siete años, las tropas estadounidenses en Bosnia y Kosovo han estado bajo la jurisdicción del tribunal de crímenes de guerra de la antigua Yugoslavia. Este fue el caso también de los bombarderos de Estados Unidos desplegados en Bosnia en 1995 y en Serbia y Kosovo en 1999. La crisis por el establecimiento de la Corte Penal Internacional es una fabricación.
El gobierno también critica la hipocresía de los gobiernos europeos por haber adoptado un acuerdo para la misión de pacificación en Afganistán con respecto a los soldados acusados de actos criminales. El acuerdo exige a Afganistán que envíe a estos soldados a sus países de origen para que sean juzgados allí, y no ante un tribunal internacional. Pero dicho requisito es compatible con la preferencia de la CPI por los juicios nacionales. No niega la autoridad de la Corte para supervisar los procesamientos nacionales y hacerse cargo de ellos si se demuestra que son una parodia de la justicia.
Lo más inquietante son las verdaderas razones que impulsan el chantaje de Washington: Una facción cada vez más influyente del gobierno de Bush considera que el poder económico y militar de Estados Unidos es tan dominante que ya no le sirve el derecho internacional.
Afirman que es mejor negociar los asuntos caso por caso desde una postura de fuerza, que someterse al derecho internacional en situaciones que pueden resultar incómodas. Esta actitud puede observarse en el rechazo estadounidense no sólo de la CPI sino también de tratados que abarcan desde el control del clima hasta las armas pequeñas.
Ningún sistema mundial efectivo puede depender exclusivamente de la coacción. El orden mundial depende de que la mayoría de los gobiernos acaten voluntariamente unas normas compartidas. El hecho de que América se exima de respetar el Estado de Derecho debilita estas normas y hace del mundo un lugar más violento e inhumano. Europa tiene que plantar cara a esta locura de superpotencia.
(*) Publicado en el Financial Times, el 1 de julio de 2002. Kenneth Roth es el director ejecutivo de Human Rights Watch.