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Internacional

20 de mayo de 2002

S-EDICIÓNTM

Rui Valdivia

Nadie lo duda, existe un mercado negro de obras de arte, medicamentos, patentes y cultura: la piratería. Tradicionalmente, se había considerado el mercado negro exponente del mal funcionamiento de la economía, en especial, de la rigidez e ineficacia del gobierno al intentar regularla con normas que provocan, en el llamado mercado oficial, la elevación del precio de los productos. Los defensores del libre mercado siempre defendieron que el mercado oficial funcionara de forma similar al negro, garantía, según ellos, de competencia y de bajos precios, y por tanto, de mayor bienestar para los consumidores. Sin embargo, la lucha reciente de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y de la Unión Europea contra la piratería informática, cultural y científica, centrada en la legislación internacional sobre derechos de propiedad intelectual, o en la reciente creación, en España, de la Mesa Antipiratería (el 4 de diciembre de 2001), desmienten la histórica pretensión del liberalismo de defender la libertad de comerciar y de crear, lo que traducido al mundo económico se denominaría su tradicional defensa de la libre concurrencia, en suma, la competitividad basada en mercados atomizados y en la libre y gratuita difusión de la información.
En síntesis, esta cruzada contra la llamada piratería, identificada en algunos medios de comunicación con "el narcotráfico y otros tipos de crimen organizado", intenta reprimir la libre circulación de ideas, hallazgos y creaciones artísticas, con el fin de crear, en su producción y distribución, mercados monopolísticos en torno a la utilización, en régimen de exclusividad, de derechos de propiedad intelectual. Tal pretensión resulta, como se verá, ineficiente, desde el punto de vista económico, así como injusta, en la medida que dificulta el acceso universal a la cultura y al saber.
¿Por qué, cuando se debatió la posibilidad de que los países pobres, o menos desarrollados, utilizaran, libre y gratuitamente, patentes de medicamentos esenciales, en especial en su lucha contra el SIDA, se adoptó, en buena parte del mundo, una posición mayoritaria en contra de la pretensión de las grandes corporaciones farmacéuticas, por apropiarse de este conocimiento de forma monopolística, y en cambio, ahora, cuando se debate algo similar en el terreno del conocimiento científico, del arte y de la cultura, la única voz que escuchamos es la de los grandes medios de comunicación, editoriales y empresas culturales defendiendo su negocio, también monopolístico, en contra de sus lectores, oyentes o espectadores?. Claro, se objetará, en un caso hablamos de la salud, de la vida y en el otro, tan sólo de un derecho fundamental de toda persona al conocimiento y a la cultura.
Pero más allá de la lágrima conmiseratoria que avalaría esta diferencia de trato, existe algo fundamental que une ambos derechos en la necesidad de ser legislados de forma similar, el de ser ambos, por definición, lo que los economistas llaman bienes públicos, objetos indivisibles y, sobre todo, no escasos, es decir, difíciles de confinar con objeto de ejercer sobre ellos derechos de exclusión eficientes y rentables; inagotables, por no gastarse ni deteriorarse cuando se los utiliza. Centrémonos en los contenidos culturales y en el arte.
La industria cultural española afirma que por culpa de la piratería sufre pérdidas de unos 800 millones de euros anuales. Y añade, junto con buena parte de los artistas, que a consecuencia de esta sangría, la piratería arruina su creación artística, ya que los creadores encuentran serias dificultades para recibir una justa remuneración por su trabajo artístico.
En primer lugar, el procedimiento de cálculo de la cifra de pérdidas no parece adecuado, ya que considera que todos los consumidores de mercancías piratas estarían dispuestos, caso de desaparecer el mercado negro, a comprar igual cantidad de bienes a los precios mucho más elevados establecidos por el mercado oficial. Esto no es cierto, ya que la existencia de un único precio más elevado, reducirá necesariamente la demanda de bienes culturales. Sin embargo, me gustaría incidir en el desenlace, según la Mesa Antipiratería, el yermo cultural y científico que sufriríamos en caso de liberalizarse totalmente la utilización de estos bienes.
En esto también se equivocan. Para ello, conviene distinguir, lo que es la mercancía que se vende como obra artística, de la creación artística en sí; es decir, el libro o el disco compacto, de las palabras o la música que son utilizadas para confeccionarlos. Qué duda cabe, el disco o el libro son mercancías, bienes escasos sujetos a competencia, ya que el uso privativo por parte de un consumidor excluye su utilización por parte de un tercero. Sin embargo, la creación artística que dota de valor a estas mercancías culturales no se agota con el uso y podría ser replicada hasta el infinito sin merma ni desgaste, de igual modo a como una patente contra el SIDA, por ejemplo, no se gasta cuando es utilizada para fabricar medicinas, estas sí, escasas. El error, o "fallo de mercado", como gusta declarar la ciencia económica convencional, reside en querer unir ambos bienes bajo el único concepto de la mercancía; en pretender, por un lado, hacer depender la creación cultural y científica del precio de mercado de las mercancías que son fabricadas valiéndose de ella, y por otra parte, remunerar a los artistas y científicos con un porcentaje de dicho precio.
¿Por qué?. Pues muy simple. Si se impone un precio para acceder a la utilización de estos derechos de propiedad intelectual (los copyright, patentes, Trade Mark, etc.) se estaría excluyendo de su uso a aquellos ciudadanos e industrias que no pudieran pagarlos. Hasta aquí, todo resulta similar a lo que ocurre con las mercancías. Pero la diferencia, respecto a éstas, estriba en que el hecho de utilizar una patente, un fotograma, una canción o un poema para confeccionar un bien cultural, no ocasiona su desgaste y, por tanto, que una persona o una industria los utilice sin pagar por ello, no afecta al bienestar que el resto de la comunidad de usuarios obtiene al "consumirlos". Así, imponer un precio y con él pretender remunerar al artista y al editor, en suma, a los productores, resulta ineficiente desde el punto de vista económico. Sería más lógico, a la par de eficiente y justo, que los fabricantes y los ciudadanos, en contra de las pretensiones de la OMC, pudieran utilizar libremente estos derechos, lo cual evitaría las posiciones dominantes, separando claramente las reglas de la creación artística ¾bienes públicos¾, de las de la fabricación de bienes culturales ¾mercancías.
Se objetará, entonces, qué incentivos tendrían los artistas y los productores para invertir en cultura, si el resultado de su trabajo no posee un precio y se encuentra a libre disposición. Estaríamos ante un típico problema de provisión óptima de bienes públicos, materia en la que se hace necesaria la incorporación del Estado como un actor singular cuyo papel no iría tanto ligado a la persecución, como a garantizar la remuneración de los creadores a través de la adecuada política fiscal. El tratamiento que deberían recibir dichas inversiones privadas en creación sería similar al que teóricamente reciben los gastos empresariales en formación, una inversión que redunda en la mejor capacitación técnica del trabajador, pero que si no es subvencionada por el Estado, se dará sólo en aquellos casos en los que las empresas puedan mantener en exclusividad a los trabajadores formados, en detrimento de su libre movilidad. Tal es la nefasta consecuencia de las patentes y de los derechos de propiedad intelectual, según se están consolidando en la actualidad, entorpecer la movilidad de las ideas y de la cultura, a pesar de los avances en las tecnologías de la información, impidiendo la libre competencia, coaccionando a los artistas y fomentando el excesivo precio de sus productos.
No aplicarse a esta labor con corrección, eficacia e intensidad, y dejar la creación de bienes culturales a las pretendidas bondades del mercado, supone crear e innovar menos, hacerlo a precios abusivos y sólo según los valores de las grandes empresas y de los consumidores con mayor poder adquisitivo. También, dejar que la producción y la propaganda cultural, el marketing, acaben dominando la creación, imponiendo modas y privilegiando a los contados artistas que se prestan al juego de vender su creación a monopolios con el ánimo de ser ensalzados en los Elíseos del éxito. Sin desmerecer de la calidad de su producción, las recientes declaraciones de toda una suerte de artistas en contra de la piratería, suenan a servidumbre, a mendicidad y a lamento de proletario satisfecho de las migajas del capital.
Se le está exigiendo a la sociedad que persiga la piratería con el falso pretexto de defender la creación artística. Tales labores, cada vez más cercanas a la pura represión policial, sólo benefician a las grandes industrias culturales. Exijámosle al Estado, ciudadanos y artistas, que asuma su responsabilidad constitucional en la extensión universal del derecho a la cultura y al saber, así como a la regulación de una actividad que necesariamente requiere de su concurso para, de esta forma, asegurar la máxima eficiencia en su creación y la equidad en su reparto.