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Internacionales

9 de febrero del 2002
Retrato de boda en Holanda

Higinio Polo

L
a boda del heredero holandés Guillermo Alejandro de Orange con la ciudadana argentina Máxima Zorreguieta nos ha dejado dos cadáveres exquisitos que conviene retener en la memoria. Uno es un asunto menor, casi intrascendente; el otro, en cambio, nos deja de nuevo ante la evidencia de que los miserables y los necios, los protagonistas de la carnicería y los cómplices de la barbarie, no sólo no han aprendido nada sino que pretenden además que la memoria aplastada de las víctimas se mezcle con el silencio de los corderos, en la deshilachada soledad de las palabras perdidas.
El primer cadáver no merece mayores comentarios e ilustra la coreografía ritual del oro y del poder: la asistencia de Felipe de Borbón, el hijo y heredero del rey de España, a la boda holandesa ha suscitado encendidos elogios y serviles muestras de adulación en la amordazada y complaciente prensa española hasta el punto de que un presentador televisivo -de la cadena Telecinco- aseguraba con arrobo que el verdadero protagonista de los festejos había sido Felipe de Borbón, como mostraban unas imágenes a las que daba paso. En ellas se veían a dos muchachas -dos- dando saltitos de alegría. Era la prueba evidente de que toda Holanda, e incluso buena parte del mundo, estaban pendientes de los gestos de Felipe de Borbón, el príncipe que todavía no ha encontrado trabajo. Informaciones semejantes adornaban otros medios informativos. Nada nuevo: los halagos habituales con que obsequia la prensa española a una monarquía impuesta.
El segundo cadáver, menos exquisito, hacía referencia al padre de la novia, a quien el gobierno holandés no permitió asistir a esa misma ceremonia. Tenía sus razones. Zorreguieta fue un ministro de la dictadura argentina que tuvo en Videla, Masera, Agosti, Galtieri y tantos otros a los carniceros sin escrúpulos a las órdenes de Washington, a los verdugos dedicados con empeño a limpiar de testigos molestos el territorio del capitalismo realmente existente en América Latina.
Hoy, el ministro Zorreguieta, enfrentado de nuevo a los espectros de la infamia, ha alegado que su ministerio de Agricultura era un departamento técnico y que, por tanto, nunca supo nada de la represión en su país. Él se limitaba a hacer su trabajo. Era un funcionario más. Tal vez podríamos creerle. Pero si jamás oyó hablar de los desaparecidos, si no escuchó los gemidos de las jóvenes violadas en los cuarteles, si nunca llegaron a sus oídos los valientes y limpios reclamos de las madres de la Plaza de Mayo, que se atrevían a hablar en un tiempo de lobos; si nunca le llegaron noticias de las torturas en la Escuela de Mecánica de la Armada; si nunca sospechó hacia dónde se dirigían los aviones militares con presos políticos amordazados que eran arrojados vivos al mar; si nunca palpó la atmósfera de miedo que envolvía al río de la Plata; si ignoraba las noches de terror en que los Ford Falcon de los torturadores del ejército y de la policía recorrían las avenidas de Buenos Aires a la búsqueda de presas; si desconocía las voces que desde todo el mundo clamaban contra la abyecta misión de los matarifes de su propio pueblo, contra la sevicia de los militares; si no escuchaba todo eso, entonces hay que concluir que no sólo era un ministro técnico, sino que además estaba sordo y ciego.
Sordo ante el sufrimiento de las víctimas, ciego ante los sables de los verdugos, insensible ante los gritos atormentados de los perseguidos. Ahora, ese sujeto nos enfrenta a su ignorancia y gime por su forzada soledad y por su ausencia a los festejos holandeses. Solo espero que, al menos, el ministro Zorreguieta arrastre durante toda su vida, en la vigilia y en el sueño, el desprecio de sus compatriotas y la mordedura constante de tantos asesinatos infames.


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