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Internacional

30 de septiembre del 2002

Arenas movedizas para Bush

Carlos Taibo

La testadurez y la prepotencia de los dirigentes norteamericanos obligan a concluir que, antes o después, y con rasgos más o menos abrasivos, se producirá una agresión de EE.UU. contra Iraq. Si hay que guiarse por lo que dice el risueño Rumsfeld, en la Casa Blanca se entiende, por un lado, que la operación no precisa de autorización alguna de Naciones Unidas y, por el otro, que son los objetivos militares los que determinan las coaliciones de apoyo, y no al revés. Queda para los expertos determinar el porqué de esta ira incontenida.
żDe qué se trata: de rematar la faena dejada a medias en 1991, de resucitar una alicaída campaña antiterrorista o de dar rienda suelta, sin más, a la codicia de la industria petrolera? Si asumimos de buen grado que estamos ante una amalgama de esas tres contingencias, la trama parece lo bastante espesa como para que Washington haya decidido ignorar los muchos datos que invitan a la prudencia y aconsejan dejar las cosas como están o, tal vez, buscar caminos menos violentos.
El primero de esos datos lo aporta la opinión pública norteamericana, cada vez más remisa a respaldar una aventura militar. Al respecto tiene su relieve que no haya sido posible vincular a Bagdad con los atentados del 11 de septiembre y que pocos sean los que creen a pies juntillas que Iraq constituye hoy una amenaza. Agreguemos que la campaña que se barrunta puede cobrarse la vida de un puñado de soldados estadounidenses, y tendremos una explicación razonable de por qué el ciudadano de a pie, pese al vapuleo informativo, ha ido cambiando de criterio.
No son distintas las percepciones de los dirigentes europeos, y ello aunque la experiencia sugiere que éstos suelen recelar de las posiciones norteamericanas cuando se formulan en abstracto y en la distancia, pero corren presurosos a apoyarlas cuando se aprestan a adquirir material consistencia. La opción provisional de la UE pasa por ofrecerle un último resuello a Iraq y por activar, en paralelo, el sistema de Naciones Unidas.
Queda por preguntarse si las voces disonantes dentro de la Unión, de persistir, se inclinarán sin más por no participar en una operación militar o tomarán el cariz, harto improbable, de una franca contestación.
Con excepción de Israel y Kuwait, ninguno de los aliados de EE.UU. en el Oriente Próximo favorece una acción armada. La oposición es firme en Turquía y Arabia Saudí, países que temen los efectos desestabilizadores que, de la mano de sendas insurrecciones kurda y chiita en Iraq, tendría una intervención norteamericana que daría alas, además, al descontento popular. En Riad se adivina, con todo, un recelo más: de caer Bagdad bajo la férula de Washington, pasaría a recibir un trato de favor que al poco se traduciría en un incremento sensible en sus cuotas de exportación de petróleo en menoscabo de las de Arabia Saudí, que podría ceder a Iraq el protagonismo entre los aliados de EE.UU. en la región. Tanto Ankara como Riad sienten un mayor temor, en suma, por las secuelas de una agresión norteamericana que por la presunta amenaza que acarrea Saddam Hussein.
Tampoco Rusia y China están muy felices. Por lo que a la primera respecta, acaso ha decidido reaccionar, de manera tardía, ante las magras recompensas recibidas por su servil colaboración con EE.UU. tras el 11 de septiembre de 2001. Los recientes acuerdos comerciales con Bagdad sugieren que Moscú ha hecho oídos sordos a las promesas norteamericanas de respetar sus intereses en Iraq una vez derrocado Saddam Hussein. Nunca en los últimos años había amenazado Rusia --y con ella China, cada vez más inquieta ante las libertades que se toma Washington-- con hacer uso de su derecho de veto en el Consejo de Seguridad.
Pero, opiniones ajenas al margen, los problemas de EE.UU. no son menores. Obligada a poner fin a las operaciones en Afganistán para acometer una ofensiva contra Iraq, la Casa Blanca debe encarar el riesgo de que, a la desesperada, y merced a sus armas químicas y biológicas, Bagdad coloque a un ejército invasor en situación difícil. Esto aparte, a Bush hijo pueden acosarle las mismas dudas que atenazaron a Bush padre diez años atrás: como quiera que el riesgo de que Iraq se desintegre sigue abierto, y al respecto no es muy estimulante el reclamo que ofrece la oposición a Saddam Hussein, a última hora podría revelarse una sana prudencia o, según una lectura muy extendida, una apuesta por alguno de los colaboradores directos del dictador y, con ella, la preservación de un régimen autoritario en Iraq.
Regresemos, con todo, a una cuestión delicada:
Naciones Unidas no ofrece, por desgracia, garantías sólidas de que la justicia y el derecho se abrirán camino en lo que a Iraq se refiere. La sumisión de la ONU a los intereses norteamericanos hace de ella una instancia sobre la que recaen muchas sospechas.
Bastará con recordar su incapacidad para frenar los bombardeos estadounidenses y británicos sobre Iraq, el silencio de un Annan que parece aceptar, resignado, que sea Washington quien responda a las ofertas de Bagdad o la impagable colaboración de los inspectores internacionales con el espionaje norteamericano e israelí. La razón se vuelve en contra, por lo demás, de las ínfulas intervencionistas que se respiran en Washington. No hay, por lo pronto, datos sólidos que obliguen a concluir que Iraq está fabricando, y se dispone a emplear, inquietantes armas de destrucción masiva. Los efectos de sanciones que en buena medida son responsables de la muerte de 600.000 niños iraquíes golpean, por otra parte, a cualquier conciencia mínimamente sensible. Y, para que nada falte, los portavoces estadounidenses no dejan lugar a la duda:
aunque Iraq diese satisfacción a las exigencias de la ONU, ello en modo alguno frenaría las acciones encaminadas a derrocar un régimen de antemano condenado.
Semejante acumulación de prepotencia, capricho e unilateralidad es difícil pase inadvertida en una atribulada región del planeta. Y al respecto lo suyo es reseñar que los efectos de la irracionalidad que impera en Washington no tienen por qué revelarse en el plazo, exiguo, de unos meses. Al fin y al cabo, las secuelas de la partición de Palestina, en 1947, todavía hoy son apreciables, y de qué manera, en el Oriente Próximo.



Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.