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La lucha continúa

El empate convoca a los fantasmas

Por Martín Granovsky

Fernando de la Rúa. Ramón Puerta. Adolfo Rodríguez Saá. Ramón Puerta, que se corrió al costado como Alejandro Díaz Bialet en 1973. Eduardo Camaño, que como Raúl Lastiri en 1973 ocupa el interinato hasta el próximo presidente. Un record de presidentes. Veintinueve muertos. Siete de ellos, masacrados en Plaza de Mayo a partir de una orden por defecto impartida por un presidente que cobardemente elude su responsabilidad personal y política. Tres cacerolazos. Saqueos en todo en todo el país. Tres chicos asesinados por un policía retirado que cumplía un trabajo adicional sin control de la policía. Una situación económica sin salida.
La Argentina vivió épocas peores –la dictadura lo fue– pero nunca experimentó una situación igual. En parte, ese carácter inédito es una suerte: cada vez que se combinaron la crisis económica, las convulsiones sociales y el empate político, desempataron las Fuerzas Armadas. Cada vez que hubo escalada de violencia y necesidad de orden, los militares llegaron para monopolizar la violencia del Estado y dar un cauce a la anarquía. Los asesinatos inorgánicos se hicieron sistemáticos. En cuanto a la economía, la concentración de la propiedad y los bandazos causaron el mismo daño que bajo los gobiernos civiles, pero la represión acabó con todo tipo de reacción popular.
Los militares –aquel elemento constitutivo de la política en el siglo XX– iniciaron su declive con la guerra de Malvinas, el juicio a las juntas y el quite de apoyo desde la Casa Blanca. Desde ese entonces, la sociedad civil tuvo que arreglarse sola. Y lo hizo por lo menos en dos crisis importantes:
- La híper del ‘89 adelantó la entrega del poder y el orden lo trajo Menem, bajo cuyo mandato la expansión del consumo disimuló un nuevo proceso de concentración y la desindustrialización completa de la Argentina.
- La crisis del menemismo produjo una alternativa política, la Alianza, que ahora está licuada pero en 1999 consiguió la mitad de los votos y cortó la hegemonía peronista. Con una paradoja: nadie entendió que la crisis menemista marcaba también el agotamiento de la Convertibilidad. Al sacralizar el uno al uno junto con el déficit fiscal, el Gobierno aliancista se quitó a sí mismo toda chance de legitimarse políticamente y ensayar una salida económica.
Ahora también la sociedad civil tiene que arreglarse sola. Debe arreglarse sola. Nadie imagina que haya otra forma válida que arreglarse sola, sin dar pie a una intervención militar ni siquiera disimulada. Esta variante –la disimulada– es la que en América latina se conoce como bordaberrización, por Juan María Bordaberry, el colorado uruguayo que en 1973 se transformó en el mascarón de un régimen autoritario con fachada civil. La fujimorización, en Perú, fue lo mismo o peor: un presidente autoritario, elecciones sin libertades individuales, militares como punto de apoyo del presidente.
En el golpe tradicional, las Fuerzas Armadas actúan como partido militar y controlan el Estado de manera hegemónica. En la bordaberrización, o en la fujimorización, sustentan un régimen que de otro modo no podría mantenerse en el poder.
¿La Argentina corre el riesgo inminente de ser el Uruguay del ‘73 o el Perú de mediados de los ‘90? Aún no, pero lo que se está cocinando aquí puede dispararse hacia cualquier lado: políticos desacreditados, sensación de desamparo, caos, falta de Estado, falta de moneda, desaparición de partidos políticos enteros, pérdida de la relación exterior con los vecinos, un modelo económico agotado. Y muertos, muchos muertos.
Además, los tiempos se han cruzado malamente. Cualquiera sea el camino económico que se elija, implica perjuicios para, al menos, un sector: a todos los bancos, solo a los extranjeros, a los deudores, a los ahorristas, a los trabajadores, a los desocupados, a los exportadores, a los industriales que trabajan para el mercado interno, a los rentistas, a las empresas privatizadas. Una transición es inevitable después de la salida de Fernando de la Rúa por la ventana y de Adolfo Rodríguez Saá por la Puerta. Pero no hay tiempo sin medidas económicas urgentes, y no hay medidas económicas sin una definición clara de quién gobierna. Y a su vez no hay definición sobre el futuro gobierno si el único criterio es el temor a pagar costos políticos terminales.
Los principales partidos están empantanados.
El radicalismo parece haberse convertido en un grupo de constitucionalistas que no hubiese gobernado hasta hace apenas diez días. Sus dirigentes se reúnen y comentan la realidad, y discuten bizantinamente si De la Rúa es o no un traidor. Es una situación absurda: De la Rúa no traicionó a ningún radical porque ningún radical rompió con él, pudiendo haberlo hecho. Todos privilegiaron el sectarismo de partido. Más aún: ningún radical de peso tomó la iniciativa de expulsar a De la Rúa, Ramón Mestre y Enrique Mathov por su responsabilidad en los asesinatos de Plaza de Mayo. Si eso no sucede, la UCR como un todo deberá cargar políticamente con la matanza y terminará cumpliendo para siempre el aforismo de Carlos Ruckauf: “El que gana gobierna y el radicalismo ayuda”.
El peronismo hizo en 1999 una de sus peores elecciones. En los últimos comicios quedó como la primera fuerza pero en muchos casos en paridad con el voto en blanco y la abstención voluntaria, o poco más arriba o poco más abajo de acuerdo con las provincias.
El PJ ni siquiera había empezado a revisar el desastre menemista y a procesar su derrota cuando De la Rúa, después de haber liquidado la economía informal de subsistencia, escapó a la estancia y dejó el vacío que Rodríguez Saá quiso llenar con una mezcla de audacia, designaciones horribles y designaciones honorables, una catarata de anuncios y la imposibilidad de acumular poder político para que la transición fuese el comienzo de una era al estilo de San Luis.
El peligro es que el espejo no sea ni el Uruguay de Bordaberry ni el Perú de Fujimori sino la Argentina de 1974 y 1975, el país de Isabel Perón, cuando un peronismo sin alternativas políticas a la vista y frente a un radicalismo apocado resolvió su guerra interna no dentro del partido sino dentro del Estado. Y a tiros.
Es obvio que cualquier salida política, hoy, depende del peronismo. Y que, con una Corte Suprema menemista, 14 gobernadores del PJ y un Congreso justicialista, solo un peronista podrá gobernar desde la Presidencia. Para cualquier otra persona que hipotéticamente ganase las elecciones, incluidos Elisa Carrió, Aníbal Ibarra y Luis Zamora, las únicas tres figuras no peronistas que se salvaron del incendio, ocupar la Casa Rosada sería inmensamente difícil. Pero eso es teórico: habría que decir que un peronista tendrá solo la facultad de gobernar. De ahí al ejercicio concreto del gobierno habrá un largo trecho.
Antes, ¿habrá elecciones como sería saludable, a pesar de la opinión del menemismo, el radicalismo y el establishment? ¿Serán con ley de lemas? ¿Habrá un gobierno pluripartidario de transición? ¿O no lo habrá porque quienes se han salvado de los golpes de cacerola en la cabeza no quieren pasar por ese trance? Mientras la Asamblea Legislativa toma decisiones, el tiempo corre. No hay salida económica y, dato nuevo desde el último día de De la Rúa, en la Argentina el Estado volvió a matar mientras la gente recupera cierta práctica colectiva y ejercer distintas formas de protesta. La de las cacerolas –difusa, heterogénea aunque unificada en el fastidio contra el corralito, la corrupción y la Corte Suprema– y la más específica, al estilo de Floresta. Conviene retener el dato: por primera vez en la Capital Federal, un barrio cargó contra una comisaría.

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