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Argentina: La Lucha continúa

7 de junio de 2002

El dolor no desaparece

Luis Menéndez
(a Héctor Gigena, el Negro Héctor, cantor ambulante, amigo, militante, desaparecido el nueve de junio de mil novecientos setenta y siete)

Junio de 1977. Argentina e Inglaterra juegan fútbol en Buenos Aires. El partido es uno de los numerosos preámbulos con que el seleccionado local anticipará el mundial futbolero del año siguiente. El gaucho Mundialito, la mascota animada del Mundial, ideada por Producciones García Ferré, con la pelota muerta bajo el pié y el rebenque aferrado en una mano, ayuda a los generales en una vigilancia sin descanso. Roggio sueña cálculos en los que prevé ganar mas de mil millones de dólares por las construcciones cementales que ha arreglado con el gobierno militar. Lacoste, contralmirante, columna ejecutora del torneo en el país, estima que los ingresos finales del Mundial superarán a los gastos en un treinta por ciento. Una iracunda discusión se instala entre las calles: si tiene que jugar Passarela o Mouzo, si Pernía u Olguín. Se protesta porque un ignoto cordobés, Valencia, ocupa el lugar que por derecho taquillero le corresponde a Jota Jota López. Impertérrito y cesáreo, Menotti pasea enhiesto su perramus negro, cortesía de Thompson y Williams, la empresa que viste al mundial. Veinticinco años después la disputa se pierde en los senderos de una difusa evocación. ¿Cuál habrá sido, finalmente, el equipo que el técnico argentino dispuso para el partido? ¿Cómo decir con certeza, y sin consultar alguna estadística especializada, el resultado final del encuentro?

Buenos Aires, otoño del 77. Futbolistas ingleses y argentinos hacen gambetas, quiebres, corridas y tiran centros a la olla. El estadio se aprecia rebosante de hinchas clamorosos y también de esforzados defensores del ser y el ente nacional. El gauchito animado sale a recorrer las calles, con su sonrisa anónima y mirada desafiante. Tras él van Hijitus y Pichichus; los grupos de tareas y la oquedad. Argentina e Inglaterra en el estadio, en un enfrentamiento anticipado al que pocos años más tarde encarnarán sureramente difusas sombras sin tribunas, reflectores ni cornetas, entre tenebrosas islas trajinadas por el frío. Anhelantes manos que enarbolan banderines en el paraíso de los sueños. Alaridos de aliento que se impulsan para sofocar los otros gritos, de terror. Algarabía, aplauso, saltos y marabarismos. Canto, abrazo y corazón enfrentando un juego sordo, de honda diapasón, entre contorsiones eléctricas, llanto, destrucciones y cuerpos en el río.

Inglaterra y Argentina futbolearon. Para alentar, miles de brazos se enredaron en los accesos agitando los tickets de entrada, fragmentos de cartulina que franquean alegrías. Uno de esos tickets, sin embargo, se extravió, intrusamente: el del Negro, quien no pudo llegar al estadio, lejano. Tampoco pudo ver. No pudo oir. Tal vez gritó, pero no lo escuchamos. Y sin embargo, sin saber, supimos. Sentimos la presencia de su ausencia y presagiamos. Adivinamos la negación, la percibimos como impertinente falta. No acudirían a nosotros ni la risa despojada ni el canto bosquejal agreste de su boca. Tampoco la mirada inquieta, anteojada y cristalina; el anhelo implacable de su estómago jamás colmado; el medio vaso de vino tinto aceptado en un convite. Intuimos el tajo desgarrante entre sus dedos, los mismos que corrían presurosos a danzar sonoramente entre las cuerdas de una guitarra ajena. ¿En qué impostoras manos habrá quedado, al fin, la entrada que pertenecía al Negro Héctor? ¿Qué aviesa sombra gambeteante y desatinada le birló su espacio en la butaca?

Otoño, junio de 2002. Días, semanas en que nuevamente un mundial de fútbol ronda los oídos y titulares periodísticos. Y otra vez, en obstinada reiteración, un partido entre ingleses y argentinos. Con otros jugadores, otros protagonistas. Otros nombres. Las banderas argentinas se venden profusamente en las avenidas de Buenos Aires para vestir la euforia y la ilusión, para envolverlas. Por un peso o poco más se ofrece maquillaje en celeste y blanco para colorearse la boca, las mejillas, en una desaforada pretensión de arraigo argentinesco. ¿Que oscura disyunción de ajenidades estremecen la memoria? Caras pintadas para gritar goles. Un tiempo atrás, no tan lejano, caras tiznadas en negro, para gritar órdenes, para matar. La historia se trastoca en madeja enmarañada. Uno de los muchos y repetidos hipermercados bonaerenses obliga a sus empleados a cubrirse con gorritos de refulgentes colores patrios y ajustadas camisetas de albicelestes franjas que, en medio del pecho, con prepotencia casi obscena, exhiben una leyenda: Wal Mart.

Junio, Buenos Aires, 2002. Abro una página en la trastornante Internet. No una cualquiera, sino aquella que conforma un largo listado de nombres y apellidos. De tanto en tanto, se entremezclan un par de frases cortas que pretenden dar cuenta de años, lugares, nacimientos, desapariciones. Busco y me pregunto: ¿cómo es posible que algunas palabras desoladas, entre miles de otras en idéntica orfandad, sean la referencia obligada a una persona? ¿qué oculta conjunción de hechizerías se proclama para que aceptemos semejante tránsito indiscreto? Y sin embargo, sigo buscando. El scroll, frenético, hace un vértigo de mis ojos, el pasar acelerado de nombres, me subyuga, me intimida. Siento que soy un husmeador furtivo que está escudriñando en algo que no le ocurrió tan sólo por algún desvío intrincado de los días. Al fin mis ojos, mi mano, el mouse y el scroll se solidifican. Héctor Gigena. De él, restalla sólo el nombre, una fecha, un número de legajo. Nada más. Hace veinticinco años el Negro Héctor me llevaba trece años. Un brutal escamoteo lo dejó varado en treinta y uno. Hoy, soy yo quien le lleva casi trece. En alguno de sus cumpleaños mecanografié porfiadamente todo un relato de Cortázar, y acelerado y lleno de tachaduras lo puse entre sus manos. Puedo evocar precisamente el cuento cortaziano: una reunión, un cruce del Che con Mozart, Jack London y el desembarco guerrillero en la Cuba batisteana. Pero no hay forma de recordar el día en que el Negro cumple años.

Débil e infortunada memoria. Desapasionadamente elige senderos rasgados de recuerdos que desandan caminos que no siempre son los esperados. El rostro del Negro se difumina como el humo de las palabras, fotos y cuadernos cremados en un rincón del patio de una casa en aquel junio del 77, mientras alguien, un inglés o un argentino con una camiseta de fútbol y una sonrisa amplia, empujaba una pelota hacia un entramado de lazos inquietantes. Tal vez esto ocurriera una semana, un mes o dos, antes o después: el tiempo empareja las distancias. Pero si no hay rostro, si la nariz, ojos, labios y pestañas se pierden en un pase mágico de la memoria, queda aún la voz. El canto persistente. No el de oídos mezquinos que se niegan bruscamente a la evocada resonancia, sino el tono medular. El restallar que crece de la nuca y se derrama en versos, canciones, laberínticos silencios. Y si faltan cejas, lentes, tacto, duelo; hay en cambio una corrida, con la policía detrás. Un susto compartido, un grito de aliento, un abrupto tantear de una puerta cualquiera que se abre, en la noche. Y el momento después, en la oscuridad, en silencio y con los pies adormecidos, apretados. Entonces el susurro, un cigarrillo y una risa sofocada porque esa vez la tiniebla fue burlada. Veinticinco años atrás, o un poco más, y el alivio de saber que aún existía alguna puerta que no se cerraba con llave. En ese pueblo escondido, furtivo, entre las sierras pampeanas, donde el Negro Héctor navegaba sin su barco, como una sombra inmaculada.

Veinticinco años, ¿son muchos años, pocos? Vivir en el horror, haber caminado en el tormento no permite el sonreir indemne. El Mundial, finalmente, costó más de quinientos millones de dólares y Lacoste fue presidente del país, aunque sólo por pocos días. El gauchito animado, hastiado tal vez de tanta gritería, fue a hacerse el guapo en unas lejanas islas, enfrentando a otras islas más lejanas aún y acabó extraviándose en las turbias aguas de un mar indiferente. Alguna vez se ganó un mundial, y después otro. Quizás se gane alguno mas. Existió alguien clamado Maradona y otro Alfonsín. Hubo un indulto. Un muro se cayó, y muchas ilusiones se colgaron de los años, desorientadas. Obstinadamente hay quienes que -como ayer, como mañana-, continúan almorzando pulcramente indiferentes. Obstinadamente el horror continúa agazapado en una esquina de Buenos Aires, a la espera de otro mundial, otro partido de fútbol, otros cantos, evocaciones, sonrisas, esperanzas. Permanece. Obstinadamente se aviene fragmentada y esquiva la memoria. Duros, intransigentes, los recuerdos. Obstinadamente el dolor es una estaca que no acepta extraviarse jamás en ese carrousel de iniquidades que es el tiempo. Persistente dolor: llagado, insepulto camino para seguir en desande con los labios rechinando. El dolor no desaparece.