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Argentina: La lucha continúa

Una sociedad en movimiento

Raúl Zibechi
Brecha. Uruguay

La consecuencia más notable -y quizá la de más largo aliento- del movimiento social es la que está inscrita en su nombre: mover a las personas del lugar social que ocupaban hacia otro nuevo, inédito e imprevisto. Tal vez ahí radique el potencial subversivo y desestabilizador de los movimientos.

Más allá de las marchas, los actos y las conmemoraciones, o sea, más allá de la actividad pública visible con la que comenzaron hace ya días los festejos y homenajes en torno al 19 y 20 de diciembre, la sociedad argentina está en permanente ebullición. A tal punto que habría que hablar, más que de movimiento social, de una sociedad en movimiento. Sorprende, después de un año de aquellos sucesos que sacudieron al continente e hicieron entrar en estado de coma al proyecto neoliberal, la magnitud e intensidad de lo sucedido.

Los datos muestran que sólo en el año 2002 se produjeron más de dos mil cortes de ruta, a razón de casi siete por día. El Instituto Nueva Mayoría detectó -entre enero y noviembre- 2.154 cortes, un guarismo que supera a la suma de los cuatro años anteriores. Uno de esos datos, significativo, es que los cortes se implantaron con fuerza en la Capital Federal, donde se registraron el 13 por ciento de ellos. A esto habría que añadir una cantidad impresionante de movilizaciones de todo tipo: desde escraches hasta actos y marchas, que seguramente superan holgadamente el número de cortes. Pero ésa es apenas la cara más visible, la de la protesta callejera, la que suelen recoger con más asiduidad los medios, no sólo por el elevado impacto que tienen sino por el riesgo siempre latente de represión y muerte que toda protesta conlleva en un país donde las policías se cobran unas trescientas muertes al año de personas desarmadas, en la modalidad del "gatillo fácil".

LA MENOS VISIBLE

Lejos del mundanal ruido y de los focos de las cámaras, la gente hace cada vez más cosas, espoleada por el aumento exponencial de la pobreza (de entre 10 y 15 puntos) y del desempleo que ya rebasa el 20 por ciento. Más de cien fábricas cerradas o abandonadas por sus dueños fueron puestas en marcha por los trabajadores. Los grupos de desocupados crecen de forma vertiginosa, al mismo ritmo que los Planes Trabajar, que pasaron de 140 mil hace un año a más de dos millones, una parte de los cuales los controlan los grupos piqueteros: la Corriente Clasista y Combativa coordina sólo en La Matanza más de cien barrios; la Federación de Tierra y Vivienda, vinculada a la cta, asegura contar con más de cien mil afiliados; la Coordinadora Aníbal Verón ha duplicado la cantidad de grupos que la integran. Las asambleas barriales siguen creciendo, aunque la cantidad de integrantes ha menguado: de las 272 que había en marzo se pasó a 329 en agosto, último dato fiable existente. Más significativa es la distribución espacial. El porcentaje de las que existen en Capital cae, y sube el de las del conurbano, donde ya funciona la mayoría de las asambleas. Dato que revela que este tipo de organización autónoma tiende a extenderse de las capas medias a los sectores obreros y de desocupados que son mayoría en el Gran Buenos Aires. Pero, ironía de la vida, el crecimiento de los cortes en Capital revela que las clases medias están adoptando formas de acción que nacieron en los barrios periféricos.

Lo más interesante, no obstante, es lo que los números no recogen: la actividad cotidiana de las asambleas y grupos de desocupados que, segunda ironía, tienden a realizar el mismo tipo de actividades, aunque en espacios y condiciones sociales diferentes. Las asambleas de Capital han tomado entre 30 y 40 edificios y locales, desde bancos quebrados, policlínicas abandonadas, bares cerrados y hasta estacionamientos disputados a grandes supermercados. En esos espacios han instalado desde comedores populares y para niños hasta centros de atención sanitaria, centros culturales, panaderías, fabricación de productos de limpieza, huertas orgánicas y todo aquello que ayude a sobrevivir con dignidad.

Son cientos de miles de personas que no sólo sobreviven (las estadísticas mencionan tres millones de personas que viven de sus huertas familiares, escolares o comunitarias) sino que comienzan a relacionarse entre ellas, revirtiendo el anonimato y la indiferencia que habían instalado la gran ciudad y el consumismo.

CAMBIAR EL LUGAR.

Puede parecer una paradoja, pero la realidad es que el movimiento social argentino ha mostrado a lo largo de este año que una de las consecuencias del movimiento social es la de producir cambios, desplazamientos, deslizamientos, entre sus propios miembros. ¿Cómo? Tan sencillo como cambiarlos de lugar, poniéndolos en otro sitio, desplazándolos del lugar que tenían para hacerlos ocupar otro, material y simbólico. En este sentido, no parece convincente la jerga de los sociólogos de que los movimientos producen cambios en el escenario político y social y en la relación de fuerzas entre los actores. En efecto, lo sucedido remite a otros aspectos: el ama de casa que apagó el televisor y todas las tardes amasa pan con sus vecinas, el joven que se junta con sus amigos en un centro cultural para planificar un festival solidario, el almacenero que no sólo dona alimentos para el comedor popular sino que llama a los vecinos a reunirse en su negocio, el profesional que llegó a la policlínica tomada para ofrecer solidariamente sus conocimientos. Y así sucesivamente, pasando por las más variadas escalas sociales y culturales.

El sistema colocó a cada uno en un lugar, a cada quien le asignó un oficio, un barrio, una categoría y una representación simbólica de su lugar en el mundo. Chaplin, en la fábrica taylorista de Tiempos modernos no podía moverse sin la expresa autorización del capataz y debía seguir el ritmo que le marcaba la máquina, a la que estaba rigurosamente subordinado. El sistema no admite el nomadismo, el cambio de lugar sin más razón que la voluntad o el capricho de cada quien. Debe existir una razón y, sobre todo, una autorización. Ya sea en el aula, el cuartel o el hospital, pero también en el hogar y el barrio. Las obreras de la textil Brukman, pese a que no pasaban del centenar, no tenían contacto con las que trabajaban en otras secciones ya que los capataces les impedían salir de su sección. Recién comenzaron a hablarse después de ocupar la planta.

La clave de la dominación y no tanto la división de los de abajo como su inmovilidad, estrechamente relacionadas, el "esténse quietos" de la maestra, que afecta sobre todo al imaginario: lo más terrible de la opresión es no poder imaginarse la vida en otro lugar.

En este sentido, los movimientos son mucho más que las instituciones que los contienen y que, a menudo, no hacen más que volver a engrampar a sus miembros a un lugar fijo y estable. Lo que ha cambiado, en realidad, es que las viejas definiciones y percepciones de movimiento social, centradas en su visibilidad, su estructura y sus dirigentes, han quedado pulverizadas por el mismo desarrollo de los movimientos. En suma, una vez más la vida ha puesto en jaque a la teoría.