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Medio Oriente


7 de julio del 2003

Guerra y guerra

Javier Sádaba
CSCAweb
El primero de mayo, fiesta del trabajo en todo el mundo y de San José Obrero, según la Iglesia católica, acabó -Bush dixit- la guerra de Iraq. Desde entonces y si hacemos caso a las noticias que nos llegan, han muerto casi tantos soldados estadounidenses como durante la invasión e incluso ha aumentado el número de bajas de los soldados ingleses. Los estadounidenses mantienen en el territorio iraquí más de 150.000 hombres (y mujeres, claro). A los españoles se les ha asignado un pequeño territorio central junto con tropas latinoamericanas. El número de españoles debe de rondar los 1.500. Los latinoamericanos se situarán, por cierto, alrededor de la ciudad santa de Nayaf. Y es santa porque allí murió Alí, el primo y yerno de Mahoma y origen de la gran división que dio lugar a los shi'íes.

Iraq no está en paz. Hay emboscadas, enfrentamientos constantes, manifestaciones contra la ocupación estadounidense y sus aliados y un clima generalizado de insatisfacción política, social y económica. Las fuentes occidentales, que ocultan lo que les da la gana (como es el paradero de los prisioneros que han hecho y las leyes según las cuales les juzgarían) achacan los desórdenes a dos razones. Por un lado, los efectivos aún existentes del dictador Sadam habrían encontrado el momento oportuno para enfrentarse a los invasores por el viejo método de la guerrilla. En este sentido se les considera despojos, últimos vestigios de un régimen que, con nostalgia, se niega a perecer. El tiempo y la gestión estadounidense -continúan diciendo- acabaría con ellos como se acaba con una leve enfermedad molesta. Por otro lado, lo que se denominan disturbios encontraría su contexto no tanto en el mundo de los shi'íes del sur, que fueron los que sufrieron la represión más aguda en la era baazista, sino de los sunitas del norte; comunidad en la que se habría apoyado el recientemente derrocado (y evaporado) dictador. Causa risa contemplar cómo se ofrecen noticias sin contrastar, cómo se reacciona en el resto del mundo con una especie de guiño cómplice, cómo se reduce al silencio lo que en otro tiempo fue pasto de información. Todas estas y otras muchas preguntas desaparecen de las preocupaciones que, como movidas por un resorte mágico, han pasado a segundo o tercer plano. Da la impresión de que un prestidigitador agita un tema, lo retira y saca otro a la plaza pública para diversión de la gente.

Iraq sigue en guerra

Pero Iraq sigue en guerra, ésa es la cuestión. Iraq sólo está en paz porque una potencia ha decretado que ha pasado el tiempo de la guerra. Es el poder de las palabras que tanto asombraba a Humpty-Dumpty. Una definición, sea de guerra, o sea, de paz, vale para que cualquier cosa, sean los hechos los que sean, se imponga como verdad universal, como criterio que, quieras o no quieras, ha de seguir todo el planeta. Y quien no esté de acuerdo será encerrado en la casa del "pensamiento incorrecto". De ahí que a las muchas guerras efectivas que se dan en este mundo una palabra poderosa las ponga la etiqueta convirtiéndolas, mansamente, en paz. Los hechos, sin embargo, son tozudos. El gran historiador Gordon Childe repetía que las guerras no han hecho sino aumentar con el paso de la historia, y el especialista Bouthoul afirma que no ha habido, a lo largo de la historia de la Humanidad, un solo año de paz. En Iraq, y es un caso entre tantos (¿quién piensa ya en Afganistán, qué se cuenta de las matanzas del centro de África que no sean los conflictos tribales entre lendus y emas, como antes lo eran entre tutsi y hutus, qué sabemos de las luchas de Sudán que no sean meras referencias al residuo animista del sur?), la situación no es, desde luego, de paz pero el poder, y la palabra que sigue al poder, han decretado un periodo de paz. De una paz que sólo existen en una interesada propaganda, en un no menos interesado disimulo de la violencia, en un desprecio real a una real paz.

Ética de la no violencia

Los medios de comunicación orientan y desorientan, fijan sus focos en un lugar o en otro. Y son esos focos los que determinan después qué es lo que importa, qué es lo que se mueve, qué es, en fin, la guerra y la paz. Una ética de la no violencia debería, por el contrario, repetir sin cesar que el engaño se instala con una facilidad tan perversa que nos envuelve hasta con suavidad. Y es que la guerra y la violencia no son sólo los actos concretos que, en un determinado momento, nos perturban y nos desmoralizan. La guerra y la violencia están en las entrañas de una concepción de la política que divide, distingue, oculta, señala y decide a su antojo lo que le viene en gana. Una ética de la no violencia, en fin, se fijará en lo que se intenta difuminar, en lo que se quiere dejar en la oscuridad y, sobre todo, en esos estados intermedios en los que la violencia no se nota apenas pero existe, en los que la muerte aparece disimulada con la capa de un interés general, una palabra grandilocuente o simplemente el silencio. Frente al silencio, por el contrario, recuerdo. Y si se puede, gritos.