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Medio Oriente

Unos días después de la muerte

Los aires de la guerra, que recorren por estos días el mundo, han despertado un cúmulo de recuerdos terribles que permanecían dormidos en la memoria de dos familias japonesas

Luis Raúl Vázquez Muñoz / JUVENTUD REBELDE

CIEGO DE ÁVILA.— Agosto de 1945, unos días después de la primera bomba. Apenas si quedó el silencio, como en Hiroshima. La suave voz de la campana en algún templo budista no fue escuchada. Tal vez su tañido, suave y lúgubre, le llegó a Yoshie Kosaka a través de los recuerdos. Quizás, aunque esta vez solo en su interior, escuchó los delicados murmullos en los santuarios de su Hiroshima natal. Entonces tuvo razones para volver a imaginar la ciudad, con sus calles bien trazadas y los puentes sobre los ríos Aioi y Otagawa. No la veía desde 1929, cuando salió hacia Cuba con apenas 19 años. Por eso la recordó como antes, aunque esta vez llena de angustias mientras escuchaba que la Hiroshima de su infancia ya no existía.
Por su parte, Sadame Arakawa también se recogió sobre sí misma. Su hija Kiomi atravesó la casita donde vivían, en el poblado de Baraguá, y la vio sentada en un rincón de la cocina. Afuera, el calor había regado un manto de silencio sobre el caserío. Solo se escuchaba el roce de las hierbas y los pasos de algún campesino que llevaba de las riendas a su bestia con paso cansado. Había corrido para darle la noticia y decirle que temía por sus primos, en la aldea de Mura, a varios kilómetros de Hiroshima. Mas, al llegar, descubrió que su mamá estaba al tanto. Las lágrimas corrían en silencio y las manos se apretaban a la cara. "Es la guerra —murmuraba en japonés—; es la guerra."
II
Meses después de terminados los combates, un barco japonés, el Asakari-San Marú, ancló para cargar azúcar frente a las costas de Baraguá. La familia Arakawa fue invitada a bordo. El capitán los recibió, erguido, con todos sus oficiales alineados en silencio y con una dignidad ancestral. Se veían pobres, con los uniformes remendados, pero limpios.
El papá de Kiomi, Gojei, cuyo nombre de pila en Cuba era Francisco, preguntó por la guerra. El capitán tomó un papel y lo puso sobre la mesa. Contó que un día los americanos llegaron a una islita del archipiélago japonés. Allí solo vivían pescadores con sus familias. Los niños jugaban en las playas, entre los paños de pesca y las callejuelas de arena. Por momentos, los combates parecían no existir. Una mañana llegaron tres bombarderos. El primero atravesó varias veces la isla en línea recta (y el capitán trazó unas rayas sobre el papel). Luego llegó el segundo, y la sobrevoló en círculos. Los habitantes los miraban sorprendidos. Inclusive, hasta se reían. No se explicaban por qué regaban sobre ellos ese líquido de olor penetrante y parecido al petróleo. Por último vino el tercer avión. Abrió sus compuertas y lanzó las bombas. La isla entera fue devorada por las llamas. Nadie sobrevivió.
Los Arakawa también vivieron su angustia. Después de iniciada la guerra, Gojei fue recluido en el Presidio Modelo de Isla de Pinos. No volvió hasta después de firmado el armisticio. Hacia Gerona también mandaron a Eisuke, el esposo de Yoshie, cuyo nombre en Cuba era Eduardo. Martha, la hija de ambos, recuerda que junto a su padre marcharon su abuelo Goichi, sus tíos Justo, Andrés y José, y sus primos, Asaichi (Antonio) Fukagawa y Tomás Takemoto. La orden era que todos los japoneses varones, en edad militar, debían ser recluidos.
Los que se quedaron en casa vivieron apartados; los Arakawa, en Baraguá, y los Kosaka, en Jatibonico. Kiomi recuerda la ausencia de cualquier noticia sobre sus primos y las dos hermanas mayores, que habían sido enviadas para Japón en 1938. Por otra parte, las cartas del padre llegaban tarde y con el cuño de la censura.


Martha también vio aquel sello con rasgos oscuros en las misivas de su papá. Varias veces fue a verlo, en compañía de su abuela, la esposa de Goichi. Los mayores no podían tocarse las manos. Debían sentarse, uno frente al otro, y con los brazos recogidos sobre las piernas. Solo ella tenía privilegios por ser una niña en aquella fecha. Por eso el abuelo la sentaba sobre sus rodillas y la acariciaba con sus manos de campesino.
Por esos días, su mamá —quien había adoptado en Cuba el nombre de Lucía— comenzó a contarle más a menudo historias sobre Hiroshima. La describía como una ciudad grande, con edificios un poco altos y casas de tejas bien alineadas. Martha y Zita —la hermana ya fallecida— recordaban entonces la foto del pasaporte. Yoshie estaba con un kimono oscuro y mostraba un rostro bello, con el pelo recogido y sin ninguna huella de apuro. El documento tenía el número 0131943 y estaba firmado por el cónsul de Panamá en la ciudad de Kobe, el 1 de octubre de 1929.
"Eran mis tiempos, en los que jugaba tenis", decía la madre, sonriente. Por eso sus hijas se quedaron estupefactas cuando la vieron aquel día. Estaba conmocionada, aunque no pronunciaba una palabra. Las demás japonesas, que convivían con ellas en una especie de cuartón, murmuraban la noticia de que Hiroshima había desaparecido. Entonces comenzó a hacerse el silencio.


Mientras, en Baraguá, Kiomi también miró a su madre con asombro. "No hablaba nada en español —contó—; todo lo decía en su idioma natal. Murmuraba algunas palabras, aunque ahora ya he olvidado cómo se pronuncian en japonés. Lo que sí tengo presente es su traducción. Ella murmuraba, una y otra vez: ‘Qué malo, cómo matan a los japoneses, ˇcómo los matan!’."
III
Los Arakawa volvieron a saber de su familia en 1955, diez años después de terminada la guerra. Lo hicieron a través de una carta, muy concisa, remitida a través de los Estados Unidos. Continuaron de ese modo hasta 1997, cuando Kiomi y su hermana Sadami viajaron hasta la ciudad de Yijagui para encontrarse con Toka y Sumako. Gojei y Sadame ya habían muerto. Él en Cuba, en 1967; ella, en Japón, en 1982. Al llegar, las cuatro intentaron recordar los tiempos duros y la bomba, pero las dos mayores hicieron un gesto. "Para qué hablar de lo malo", dijeron.
Los Kosaka tuvieron un poco más de suerte, aunque el destino fue más terrible. Las cartas llegaron pronto, y con el tiempo Yoshie pudo reconstruir lo sucedido en Hiroshima. Ahora, la leyenda del desastre pervive entre sus nietos, a pesar de su muerte, ocurrida hace pocas semanas, a los 93 años de edad.
Sucedió así. Dos de sus primas, Tamayosan y Asayosan, hermanas de Asaichi Fukagawa, salieron muy temprano de la ciudad aquel 6 de agosto de 1945. De pronto, a las 8:16 de la mañana sintieron un estruendo acompañado de un resplandor terrible. Regresaron en medio de una multitud procedente de las aldeas vecinas. Cuando entraron, se quedaron detenidas. Fue solo unos segundos, aunque suficientes para ver la tragedia. Hiroshima, una ciudad de casi 400 000 personas, estaba arrasada. Las calles mantenían su trazado. En cambio, las casas y los edificios yacían a ambos lados convertidos en montañas de escombros ennegrecidos y llenos de humo. El puente sobre el río Aioi se encontraba ladeado. Su pavimento se veía lleno de grietas y los postes eléctricos estaban tendidos con los mismos colores oscuros que inundaban la ciudad. Los hombres trataron de avanzar, cuando los vieron aparecer. Eran unos seres ennegrecidos, que salían de las ruinas y avanzaban con paso errático, sin responder a los llamados de nadie. Ya no eran humanos. La piel se le desprendía a jirones del cuerpo y ellos tropezaban con las piedras para caer al suelo y no levantarse más. En una esquina, dos enfermeros del ejército atendían a un niño que se hallaba recostado a las piedras. En la cara se le notaba un cansancio de viejo. Le examinaban un brazo; cuando le levantaron la piel se dieron cuenta que ya no tenía huesos. En su lugar encontraron pedazos de vidrios y arenas incrustados en la carne. El muchacho no miraba hacia la herida. Se sentía muerto. Por eso respiraba con pesadez, mientras observaba la ciudad que ya no existía.
Días después comenzó la reconstrucción. Los sobrevivientes pensaron que la lista de 240 000 personas muertas no se incrementaría más. Pero al poco tiempo comenzaron a morir otros habitantes. Entonces, unos años después, Yoshie recibió una carta. En ella supo que sus dos primas habían fallecido, jóvenes todavía, enfermas de leucemia y con la piel cayéndoseles a pedazos por la radiactividad.