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Medio Oriente

27 de noviembre del 2003

El poder envilecedor del servicio militar en los Territorios Ocupados, descrito por un reservista israelí

"Descargué un puñetazo en la cara de un árabe"

Gideon Levy
Ha'aretz
Traducido para Rebelión por L.B.

El Sargento del Estado Mayor en la Reserva Liran Ron Furer ya no puede seguir con normalidad con la rutina de su vida cotidiana. Le acosan las imágenes de sus tres años de servicio militar en Gaza, y la idea de que pudiera estar siendo la víctima de un síndrome que afecta a cada [soldado israelí] que realiza su servicio en los puestos de control [de los Territorios Ocupados Palestinos] no le deja respirar. Cuando estaba a punto de concluir sus estudios en el departamento de diseño de la Academia Bezalel de Arte y Diseño decidió abandonar sus estudios y consagrar todo su tiempo a escribir el libro que le obsesionaba. Las principales editoriales a las que presentó su obra han rechazado su publicación. La editorial que finalmente aceptó publicarlo (Gevanim) afirma que la cadena de librerías Steimatzky se niega a distribuirlo. Pero Furer está resuelto a sacar su libro a la luz pública.

"Uno puede adoptar las posiciones políticas más extremistas, pero ningún padre o madre admitiría que su hijo se convirtiera en ladrón, criminal o en una persona violenta", dice Furer. "El problema es que el tema nunca se presenta bajo esa luz. El propio muchacho no se ve a sí mismo ante su familia de esa forma cuando regresa de los territorios ocupados. Al contrario: es recibido como un héroe, como alguien que está realizando la importante tarea de ser soldado. Nadie puede permanecer indiferente al hecho de que hay muchas familias en las que, en cierto sentido, conviven ya dos generaciones de criminales. El padre pasó por ello y ahora le toca al hijo, pero nadie habla del tema a la hora de comer".

Furer está convencido de que lo que le pasó a él no es en absoluto algo excepcional. Allá estaba él, un imaginativo y sensible licenciado de la Academia de Artes Thelma Yellin, transformado en el puesto de control en un animal, en un sádico violento que daba palizas a los palestinos porque no le mostraban la deferencia necesaria, que agujereaba a balazos los neumáticos de los automóviles [palestinos] porque sus propietarios escuchaban la radio demasiado alto, que abusó de un adolescente retrasado mental que yacía esposado sobre el piso del jeep, simplemente porque tenía que descargar su cólera sobre alguien. Furer sostiene que el "Síndrome del Checkpoint" (así se titula también su libro) transforma gradualmente a cada soldado en un animal, con independencia de los valores que traiga de casa. Nadie escapa al influjo perverso de ese mal. En un lugar donde prácticamente todo está permitido y donde la violencia es percibida como la conducta preceptiva, cada soldado pone a prueba los límites de sus propias pulsiones violentas ejercitándolas sobre sus víctimas, es decir, sobre los palestinos.

Su libro no es fácil de leer. Escrito en prosa seca y áspera, empleando el rudo y grosero idiolecto de los soldados, Furer reconstruye escenas de sus años de servicio en Gaza (1996-1999), años, como se recordará, de relativa tranquilidad. Furer describe cómo él y sus compañeros obligaron a algunos palestinos a cantar "Elinor" -"Era un espectáculo ver a aquellos árabes cantando una canción de Zohar Argov, como en una película"-, las emociones que los palestinos despertaban en él -"Algunas veces aquellos árabes me provocaban auténticas náuseas, sobre todo los que intentaban hacernos la pelota: los más viejos, los que se presentaban en el puesto de control con una sonrisa en la cara"; las reacciones que provocaban -"Si nos molestaban de veras, encontrábamos el modo de mantenerlos clavados en el puesto de control durante horas. A veces pierden todo un día de trabajo por ello, pero ésa es la única forma de conseguir que aprendan".

Furer describe cómo solían ordenar a niños que lavaran el puesto de control para la hora de la inspección; cómo un soldado llamado Shahar se inventó un juego: "Primero comprobaba el documento de identidad de alguien y luego, en vez de devolvérselo, lo arrojaba al aire. Le daba morbillo ver cómo el árabe tenía que salir de su automóvil para recoger del suelo su documento de identidad... Le parecía un juego y se podía pasar todo un turno de guardia así"; cómo humillaron a un enano que pasaba cada día por el checkpoint con su carro: "Le obligaron a dejarse retratar montado sobre el caballo, luego empezaron a golpearlo y a humillarlo durante una buena media hora y le dejaron marchar sólo cuando empezaron a llegar al puesto de control los primeros coches. El pobre hombre realmente no se merecía aquello. Cómo se tomaron una fotografía de recuerdo con unos árabes atados y ensangrentados a los que habían machacado a golpes; cómo Shahar orinó sobre la cabeza de un árabe porque el hombre había tenido la osadía de sonreír a un soldado; cómo Dado obligó a un árabe a ponerse a gatas y ladrar como un perro; y cómo solían robar rosarios y cigarrillos: "Miro quería que le dieran sus cigarrillos, pero como los árabes no querían dárselos Miro le rompió la mano a uno de ellos y Boaz les rasgó los neumáticos".

Espeluznante confesión

La más espeluznante de todas sus confesiones personales: "Me abalancé sobre ellos y descargué un puñetazo en la cara de un árabe. Nunca antes había dado un puñetazo así a nadie. El árabe cayó redondo sobre el asfalto. Los oficiales dijeron que había que registrarlo para buscar la documentación. De un tirón juntamos sus manos a su espalda y se las atamos con esposas de plástico. Luego le vendamos los ojos para que no viera lo que había en el jeep. Lo levanté de la carretera. La sangre le chorreaba desde el labio hasta la barbilla. Lo conduje hasta la parte trasera del jeep y lo arrojé dentro, sus rodillas golpearon violentamente el maletero del jeep y aterrizó en el interior. Nos sentamos atrás, pisando al árabe... Nuestro árabe yacía prácticamente inmóvil, solamente lloraba suavemente para sí mismo. Tenía la cara directamente encima de mi chaleco y como estaba sangrando se estaba formando una especie de charco de sangre y saliva; aquello me dio asco y me puse tan furioso que lo agarré del cabello y le volteé la cara al otro lado. Se puso a gritar y para acallarlo le pateamos la espalda con más fuerza todavía. Aquello lo hizo callar por un momento. Luego comenzó otra vez y de nuevo lo pateamos. Llegamos a la conclusión de que era retrasado mental o estaba loco".

"El comandante de la compañía nos informó por radio de que debíamos transportarlo a la base. `Buen trabajo, tigres', nos dijo en plan coña. Todos los demás soldados estaban allí esperando para ver qué habíamos capturado. Cuando llegamos en el jeep comenzaron a silbar y aplaudir como locos. Pusimos al árabe junto al guardia. No paraba de llorar y alguien que comprendía el árabe dijo que las esposas le estaban lastimando. Uno de los soldados se le acercó y le pegó una patada en el estómago. El árabe se dobló en dos y resopló, y nosotros estallamos en carcajadas. Era divertido... lo golpeé con fuerza en el culo y salió volando justo como había calculado. [Mis compañeros] me gritaron que estaba loco, y se echaron a reír... y yo me sentí feliz. Nuestro árabe era un deficiente mental de 16 años".

En el piso que su hermana posee en Tel Aviv y donde vive actualmente, Furer, de 26 años de edad, da la impresión de ser un joven reflexivo e inteligente. Creció en Givatayim, después de que sus padres inmigraran de la Unión Soviética en los años 70. Antes del asesinato de Yitzhak Rabin su madre fue una activista de ultraderecha, pero dice que el ambiente de su casa nunca fue político. Él deseaba formar parte de una unidad de combate del ejército y sirvió en dos unidades de elite de la infantería. Su servicio militar lo cumplió íntegramente en la Franja de Gaza.

Tras finalizar su servicio militar viajó a la India, como tantos otros. "Ahora era libre. Las locas energías de Goa y los chakras abrieron mi mente... Me retuvisteis en esa inmunda Gaza y antes de eso me lavasteis el coco con vuestros fusiles y vuestras marchas militares, me convertisteis en un guiñapo incapaz de pensar", escribió desde Goa. Pero fue sólo más tarde, cuando estaba estudiando en Bezalel, cuando las experiencias de su servicio militar comenzaron a afectarlo realmente.

"Me di cuenta de que en todo este asunto subyacía un patrón constante", explica. "Pasó igual en la Primera Intifada, cuando hice mi servicio militar, una época tranquila, y lo mismo en la Segunda Intifada. Se ha convertido en una realidad permanente. Comencé a sentirme muy incómodo por el hecho de que un tema tan trascendental apenas fuera mencionado en público. La gente escuchaba a la víctima y escuchaba a los políticos, pero esa voz que dice: Hice esto, hicimos cosas que estaban mal -en realidad, crímenes-, esa voz no la oía por ningún lado. La razón de que no se oyera era una combinación de represión -igual que la reprimí e ignoré yo mismo- y de profundos sentimientos de culpabilidad".

"Cuando acabas tu servicio militar, la realidad política y mediática que te rodea no está dispuesta a escuchar tu voz. Recuerdo que me sorprendía que hasta entonces ningún soldado hubiera denunciado públicamente esta situación. De alguna forma, el problema se disolvía en medio del debate sobre la legitimidad de las colonias en los territorios ocupados, sobre la ocupación -a favor o en contra-, pero nada relacionado con la rutina de mantener la ocupación aparecía en los medios de comunicación ni en el arte".

No es un caso individual

Furer está decidido a demostrar que esto es un síndrome y no una colección de casos individuales aislados. Precisamente por ese motivo optó por eliminar un montón de detalles personales de su manuscrito, a fin de subrayar la naturaleza general de su narración. "Durante mi servicio militar pensé que era un tío atípico, pues provengo de un ambiente donde se valoran el arte y la creatividad. Estaba considerado como un soldado regular, pero caí en la misma trampa en la que cae la mayor parte de los soldados. Me dejé arrastrar por la posibilidad de comportarme de la forma más primaria e impulsiva, sin miedo de ser castigado y sin control de nadie. Al principio eso te pone tenso, pero a medida que, con el paso del tiempo, te vas sintiendo más cómodo en el puesto de control, el comportamiento se hace más natural. La gente pone a prueba de forma gradual los límites de su comportamiento con los palestinos. Poco a poco, todo se va haciendo más brutal.

"A medida que me iba familiarizando con la situación, tan pronto como llegamos a la conclusión -cada uno a su propio ritmo- de que somos los amos, de que somos los más fuertes, y cuando pudimos sentir nuestro poder, entonces cada uno de nosotros comenzamos a extender los límites más y más, de acuerdo con los dictados de la propia personalidad. En el instante en que servir en el puesto de control se convirtió en rutina, todo tipo de conductas aberrantes se hicieron normales. La cosa comenzó con la "colecta de souvenirs": solíamos confiscar rosarios y más tarde cigarrillos, y no paramos ahí. Se convirtió en la conducta preceptiva".

"Después vinieron los juegos de poder. Nos vino de arriba el mensaje de que debíamos proyectar seriedad y disuasión sobre los árabes. La violencia física se convirtió también en algo normativo. Nos sentíamos en libertad para castigar a cualquier palestino que no siguiera el "código de conducta correcto" en el checkpoint. Si pensábamos que alguien no estaba siendo lo suficientemente educado con nosotros o que quería pasarse de listo, lo castigábamos severamente. Se trataba de un acoso deliberado realizado bajo los pretextos más triviales".

"Durante mi servicio militar no se produjo ni un sólo incidente que nos hiciera comprender o que obligara a nuestros superiores a intervenir. Nadie hablaba sobre lo que estaba permitido y lo que no. Se trataba de una cuestión de rutina. Con la perspectiva del tiempo me doy cuenta de que mi mayor fuente de sentimientos de culpabilidad no es el checkpoint, sino la valla de Gush Katiff, donde capturamos al chaval retrasado. En aquella ocasión me comporté de forma extrema. Era una oportunidad que se me presentaba para cazar a uno de ellos, lo más parecido a cazar a un terrorista, una ocasión para dar rienda suelta a toda la presión e impulsos que habíamos acumulado todos. Una oportunidad para machacar a conciencia. Estábamos acostumbrados a arrear cachetes, a esposar, a golpear, a propinar pequeñas palizas, pero aquella era una ocasión en la que estaba justificado echar los restos y dejarse llevar hasta el final. Además, el oficial que nos acompañaba era extremadamente violento. Le dimos al chaval una paliza de campeonato y recuerdo que apenas llegamos al cuartel me sentí henchido de orgullo por haber sido tratado como alguien realmente duro. Me dijeron: "Eres un tio duro, estás chalado", lo cual significaba básicamente: "¡Qué fuerte eres!"

"En el puesto de control se ofrece a jóvenes reclutas la oportunidad de ser los amos y el uso de la fuerza y la violencia se convierte en algo legítimo -y esto es un impulso mucho más básico que las opiniones políticas o los valores que traes de casa. En el instante en que al empleo de la fuerza bruta se le otorga legitimidad, o incluso recompensa, la tendencia es llevar esa práctica tan lejos como sea posible, explotarla al máximo. Satisfacer esos impulsos más allá de lo que la situación requiere. Hoy yo llamaría a eso alimentar los impulsos sádicos de la persona".

"No éramos criminales ni personas especialmente violentas. Éramos un grupo de buenos chicos, un grupo de, relativamente, "alta calidad", y para todos nosotros -y aún seguimos hablando de ello de vez en cuando- los checkpoints se convirtieron en un lugar donde poner a prueba nuestros límites personales. Se trataba de comprobar hasta qué punto podíamos ser duros, insensibles, locos -y pensábamos en ello en términos positivos. Algo que tenía que ver con la sociedad -el hecho de hallarnos en un lugar perdido, lejos de casa, fuera de cualquier vigilancia- lo justificaba... La línea de lo que estaba prohibido nunca estaba trazada con claridad. Jamás nadie fue sancionado y siempre nos dejaron hacer".

"Hoy me siento con la suficiente seguridad como para afirmar que incluso los oficiales de más alta graduación -el comandante de brigada, el comandante de batallón- son conscientes del poder que tienen los soldados que se hallan en esta situación y del uso que hacen de ese poder. ¿Cómo podría un comandante no ser consciente de ello cuando lo cierto es que cuanto más locos y brutos son sus soldados más tranquilo es su sector? Uno sólo llega a ser consciente con nitidez de los efectos a largo plazo de esta conducta violenta cuando se aleja del checkpoint".

"Hoy tengo claro que el chaval cuyo padre hemos humillado con el pretexto más nimio crecerá para odiar a cualquiera que represente lo que se inflingió a su padre. Definitivamente, ahora comprendo sus motivos. Nosotros somos la crueldad, el poder. Estoy seguro de que su respuesta está influenciada por elementos relacionados con su sociedad -cierto desdén por la vida humana y una predisposición a sacrificar vidas-, pero el deseo básico de resistir, el odio mismo, el miedo, pienso que son completamente justificados y legítimos, aunque sea peligroso decirlo".

"Es imposible encontrarse en un estado emocional así y regresar a casa con permiso y olvidarte de todo. En aquella época yo solía ser muy insensible con respecto a los sentimientos de mi novia. Me había convertido en un animal, incluso cuando estaba de permiso. La cosa no se despega de ti ni siquiera después de acabar el servicio. Pude ver los restos del síndrome en la India: algo que tiene que ver con el hecho de encontrarse uno en el Tercer Mundo, entre gente de piel oscura, saca de ti lo peor del "feo israelí" que llevas dentro y que es lo más genuinamente israelí que cabe hallar. O la forma como reaccionas ante una sonrisa: cuando los palestinos me sonreían en el puesto de control solía ponerme tenso e interpretaba aquella sonrisa como un desafío, como chutzpah. Cuando alguien me sonreía en la India, inmediatamente me ponía a la defensiva".

"Yo era un soldado del montón", dice. "Era el chistoso del grupo. Ahora veo que a menudo era el que llevaba la iniciativa en situaciones violentas. A menudo era yo el que soltaba la bofetada. Soy el que paría todo tipo de ideas, como ésa de desinflar los neumáticos. Dicho ahora parece retorcido, pero realmente admirábamos a quienquiera que fuera capaz de darle leña al tipo que supuestamente la estaba pidiendo. El oficial que más admirábamos era el que disparaba su arma a la menor oportunidad. Todas las personas con las que he hablado me han transmitido sentimientos de culpa. Un amigo del ejército leyó mi libro y me dijo que estaba en lo cierto, que habíamos hechos cosas malas, pero que éramos unos niños. Y me dijo que era una lástima que me lo hubiera tomado tan a pecho".

21-11-03

1- Voz yiddish con el significado de chulería, arrogancia, desfachatez, descaro.