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Latinoamérica

Se agiganta la rebelión del altiplano

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En Bolivia, en el corazón de la América morena, se está librando la mayor batalla contra el neoliberalismo y las transnacionales.
Campesinos, mineros, obreros, estudiantes, jubilados, comerciantes y desocupados se están alzando para renacionalizar la industria petrolera y sus ingentes riquezas de gas y petróleo.
La rebelión viene de abajo y ya ha puesto en jaque al presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, que carece de apoyo popular (menos del 9% según las encuestas) y solo tiene como respaldo fuerte al ejército y a la embajada de Estados Unidos.
La convulsión social va en aumento. En las pampas del altiplano, militares y campesinos libran escaramuzas por controlar las principales carreteras, mientras que en La Paz, la sede de gobierno, se suceden marchas y manifestaciones contrarias al régimen neoliberal. En los sindicatos hay intensos preparativos para imponer una huelga general indefinida, a partir del lunes, al igual que el bloqueo nacional de carreteras. La táctica popular es cerrar los caminos y marchar hacia las ciudades, especialmente a La Paz, donde se decidiría la suerte del conflicto.
Goni cede o se cae "Si Sánchez de Lozada no atiende nuestras demandas, debe irse", advierte el principal dirigente de la Central Obrera Boliviana (COB), el minero Jaime Solares, que junto a los sectores campesinos y a las organizaciones sociales y populares cada vez más radicalizadas como el Movimiento al Socialismo (MAS) del cocalero Evo Morales, ha conformado una dirección única de las movilizaciones, la Coordinadora de defensa del gas.
El objetivo de los alzados es claro y apuesta a convulsionar paulatinamente a Bolivia hasta lograr la renacionalización de la industria petrolera o, en su defecto, la caída de Sánchez de Lozada, un millonario que ha hecho fortuna en las minas de Oruro y Potosí, las regiones más pobres y depauperadas de Bolivia.
Según el cálculo de la Coordinadora, la presión popular obligaría al presidente a anular el proyecto de exportación de gas a Estados Unidos, impulsado por el consorcio transnacional de Pacific LNG, conformado por Repsol-YPF, British Gas y Panamerican Gas, subsidiaria esta última de British Petroleum. Este proyecto, como dijo uno de sus impulsores, el presidente de British Gas, Edward Miller, les reportará un ingreso anual de más de 1.300 millones de dólares, mientras que para el Estado boliviano quedará tan sólo entre 40 a 70 millones de dólares en impuestos y regalías.
Estas enormes diferencias son producto de la desnacionalización de la industria petrolera decretada por los gobiernos neoliberales, que se suceden en el poder en Bolivia desde 1985. Pero fue el propio Sánchez de Lozada, a quien le gusta que le llamen con el sobrenombre de Goni, el que transfirió la propiedad de la hidrocarburos a las transnacionales, el 4 de agosto de 1997, dos días antes de que culminara su primer mandato presidencial, mediante un decreto secreto e ilegal, que ha sido demandado de inconstitucional ante el tribunal Constitucional.
La guerra por el gas Gracias a este decreto, las transnacionales que operan en Bolivia se han apoderado de las reservas de gas del país, la que alcanzan a 52 trillones de pies cúbicos, la segunda más importante de Sudamérica y valorada actualmente en por lo menos 80 mil millones de dólares.
Bajo el control de las petroleras extranjeras, esta riqueza sólo ha servido para multiplicar los ingresos de las transnacionales, con escasos e imperceptibles beneficios para los bolivianos, que creen que si vuelven a ser propietarios de estas reservas pueden industrializar el país y mejorar sus precarias condiciones de vida y de trabajo.
"El gas es la última oportunidad que tenemos para salir del atraso", aseguró Solares de la COB, quien a diferencia de los otros miembros de la Coordinadora piensa que Goni no cederá en el tema del gas, por lo que los trabajadores no tendrían otra opción que derrocarlo.
Entre la bala y la paz Esta posibilidad también es evaluada por las propias autoridades, que han acusado a la COB, al MAS de Evo Morales y a la Coordinadora de estar "conspirando contra la democracia". En el Ejecutivo hay dos tendencias: una, la militarista, que pretende acabar de inmediato a bala con la revuelta popular y otra, la dialoguista, que habla de hacer concesiones parciales a los sectores populares, pero preservando la presidencia de Sánchez de Lozada y lo más que se pueda de los negocios petroleros.
Goni está entre ambas tendencias. Primero se inclinó por la opción militarista, pero al desencadenarse el pasado sábado la masacre en Warisata con un saldo de siete muertos y más de una veintena de heridos, viró hacia la segunda salida, por lo menos temporalmente hasta que se disipe la condena popular por la masacre.
En el oficialismo, sin embargo, hay enorme desconfianza sobre el manejo de la crisis. "Este parece un gobierno de autistas, que sólo se fijan en lo que pasa dentro de Palacio y nada más", se quejó la diputada oficialista Elsa Guevara, que al igual que el resto de los parlamentarios bolivianos no tienen una participación relevante en un país donde los problemas, grandes y pequeños, se resuelven a golpes, a piedra o a bala.
Apuesta popular Los sindicalistas también apuestan a lograr grandes movilizaciones de masas para los primeros días de octubre, con la esperanza de que puedan fracturar la disciplina vertical del Ejército y neutralizar su capacidad de fuego.
La lealtad militar hacia el gobierno neoliberal había sido puesta en duda por las propias organizaciones laborales, que habían convocado a las tropas y oficiales del Ejército a no permitir la exportación del gas a Estados Unidos por puertos chilenos, tal como ha sido definido ya por las petroleras que llevan adelante el negocio. Entre los sindicalistas se cree que la derrota militar que sufrió Bolivia con Chile en 1879, con la pérdida de territorios y de la salida al mar, impediría que las Fuerzas Armadas bolivianas consumen una "traición a la patria" e impongan a bala y bayoneta la venta de gas por el puerto chileno de Patillos.
A estas alturas, pesan en la memoria colectiva los recuerdos de las jornadas de abril de 1952, cuando un levantamiento popular fracturó primero y destruyó después al Ejército, abriendo el camino a la nacionalización de las minas, la reforma agraria y el voto universal. Los sucesos del 12 y de 13 de febrero del 2003, cuando las guarniciones y regimientos policiales se dieron la vuelta y combatieron al lado del pueblo también tiene su peso, al igual que los 33 muertos y los más de 200 heridos a bala, que fueron el saldo de las jornadas de resistencia contra la confiscación de parte de los salarios determinada por el gobierno.
Redacción de
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