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Internacional

16 de septiembre del 2003

El monopolio simbólico de los medios del imperio
Los 11 de septiembre

Luis Toledo Sande
La Jiribilla
El 11 de septiembre de 2001 ha pasado a ser no solamente una fecha conspicua, sino el 11 de septiembre, reducida con frecuencia a una abreviatura capaz de fijarla como símbolo de una realidad única: el 11-S. Para explicar que así esté ocurriendo no bastan la cercanía temporal y la pavorosa espectacularidad de la tragedia concentrada ese día en los Estados Unidos. En la explicación, nada sustituye al hecho de que el escenario del desastre fue el centro mismo del imperio que, habituado a su papel de agresor sin límites, conoció ese día explosiones hasta entonces inimaginadas en su territorio, y vio cómo se hacían polvo edificaciones que lo representaban emblemáticamente. Y ese imperio es el modelo, la realidad; lo demás no es sino lo demás.

Así, por ejemplo, el cine es el cine del imperio; lo demás son, en el mejor de los casos, cinematografías específicas o modos de realización alternativos: o sea, lo otro, que a veces parece exhibirse como curiosidad o, cuando más, como un material de estudio. De similar manera, las noticias las dan los medios del imperio, que vienen a ser los medios, por lo cual la información es la que ellos difunden. Aunque día a día se descubran sus falsedades, tan poderosos e influyentes son que estas pasan como si fueran lo natural. A los esfuerzos por contrarrestar sus maniobras no los acompaña la fuerza de despliegue necesaria, y, cuando se consigue desenmascararlas, ya el mal está hecho: al menos, queda en el aire la sombra de la falsedad, y ella contamina el juicio general.

Para mayor garantía de éxito, la lengua del imperio no se presenta como una lengua, sino que se convierte en la lengua. Así que el imperio domina, por todos los caminos y vericuetos posibles, los recursos materiales del mundo y los del pensamiento: la realidad y su representación. Para eso somos el imperio, dirá él. Por semejantes vías se perpetúa en el planeta el modelo de la comunidad esclavizada por un señorío que, siendo minoritario, se erige como la mayor expresión de la humanidad, lo universal. El resto -sin importar cuán numeroso sea-, son las masas, las muchedumbres destinadas a servirle al señorío.

En esa historia se inscriben también las fechas. De imponerse, el tratamiento dado por los medios dominantes al 11 de septiembre de 2001 conseguiría no solamente legitimar las fechorías que la camarilla gobernante en los Estados Unidos haya perpetrado o siga perpetrando en todo el mundo. Tanto le ha servido a dicha camarilla el monstruoso crimen ocurrido aquel día, y tantas aristas oscuras ha habido en torno a él, que han sobrado razones para sospechar que alguna participación, connivente si no activa, tuvo ella en la tragedia. Ante los hechos, no por gusto se recordó Pearl Harbour. Y aunque se probara, sin lugar a duda, que el hundimiento del Maine en la Bahía de La Habana lo causó un accidente, se sabe para qué le sirvió al imperio el desastre.

Después de todo, los imperialistas culparon de la tragedia del 11 de septiembre de 2001 a cuervos que ellos mismos habían entrenado, financiado y utilizado en otros actos detestables. Ello bastaría para responsabilizar al imperio por lo sucedido ese día. Sobre todo, el odio que está en la raíz de las prácticas terroristas que él -su principal promotor y ejecutor a nivel mundial- dice condenar, es un fruto macabro de los saqueos, intervenciones y genocidios con que ha violado toda norma legal y moral.

Otro provecho que al imperio le convendría sacar de su propaganda sobre el 11 de septiembre de 2001 sería borrar de la memoria colectiva la tragedia que se desató veintiocho años atrás el mismo día y, por añadidura, también martes: la tragedia del pueblo chileno.

Es necesario que la desprevención no nos convierta en cómplices de semejante ardid. En cuanto a crímenes no hay por qué establecer mecánicamente prioridades de índole cronológica ni en virtud de la cifra de víctimas: una sola es suficiente para condenarlos, independientemente del momento en que hayan ocurrido.

Pero la tragedia chilena fue anterior a la de las Torres Gemelas, y no se requiere mucho cálculo para saber que las víctimas del golpe militar chileno el propio 11 de septiembre de 1973 y en sus derivaciones posteriores no serían menos significativas que las de Nueva York en esa fecha de 2001. El imperio que ha sembrado en el mundo el odio que está en la base del crimen ocurrido en su país veintiocho años después del derrocamiento del gobierno constitucional y democrático de Chile, es el que, dentro de esa siembra, como parte de su injerencismo sistémico, alentó y apoyó directamente a las sanguinarias dictaduras militares en toda nuestra América, no solo a la chilena. Y no hay que descartar que prohíje otras.

Entonces, ni por cronología ni por lógica expresiva es válido ni honrado aceptar que el de Chile se considere el otro 11 de septiembre. Admitir que el de Nueva York es, sin más, el 11 de septiembre, o, más ceñidamente aún, el 11-S del mundo, sería servirles a los medios imperiales: al imperio. Que esas fórmulas hayan sido utilizadas también, en mayor o menor número de casos, con buenas intenciones, o incluso que tal vez nacieran de estas últimas y luego fueran bien vistas por las fuerzas dominantes, no serviría más que para recordar un grave peligro: el de actuar o pensar incautamente cuando el imperio goza de la hegemonía que ahora ostenta, y vive su más ensoberbecido triunfalismo.

De nada valdría quedarse en un entendimiento a nivel de fechas, sin calar en los procesos en que ellas se ubican. Y de poco serviría descifrar al Pato Donald -que no es más que un instrumento, no un poder autónomo-, si no se está consecuentemente alerta contra las fuerzas que guían, deciden y capitalizan las jugarretas y los picotazos de dicho personaje. Sus efectos hacen estragos no ya solamente desde los comics, sino desde cátedras y con el auxilio de computadoras y redes cada vez más poderosas. Para cuando esos recursos y otros afines fallen o no cumplan eficazmente su cometido, queda la masacre con nombre de guerra, sin miramiento a institución o ley que se opongan a la voracidad imperial.