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Internacional

26 de agosto del 2003

¿Cómo EE.UU. convenció a la opinión pública para la guerra contra Iraq?

Raul Garces
Cubadebate
El 27 de enero de este año, un día antes de pronunciar su discurso sobre el estado de la Unión Americana, George W. Bush reunió a varios de sus principales asesores en la Casa Blanca.

El propósito del encuentro era someter el contenido de su alocución presidencial al criterio de consejeros políticos, columnistas de prensa y líderes de opinión de prominentes organizaciones estadounidenses. Gran parte de las palabras y los gestos del mandatario que trascendieran frente a las cámaras de televisión en la jornada siguiente, habían sido meticulosamente diseñados para justificar frente a la opinión pública doméstica y mundial, la inminente invasión contra Irak.

Dos días después, encuestadoras estadounidenses probaban la supuesta capacidad persuasiva de Bush. La cadena CBS citaba que el número de norteamericanos partidario de una guerra contra Irak había aumentado de 67 a 77%. Un sondeo de la ABC identificaba un público mayoritariamente favorable al derrocamiento de Sadam Husein por la vía de las armas. La empresa Gallup estimaba en 84% los norteamericanos inclinados a apoyar una acción militar en el Golfo.

Lo curioso, según reconociera por aquellos días un comentarista del New York Times, era que las palabras de Bush no habían aportado ninguna prueba concreta para fundamentar sus acusaciones contra Hussein. Nada de lo dicho por el jefe de la Casa Blanca -basándose generalmente en reportes de inteligencia valorados hoy como falsos o inexactos-- demostraría convincentemente la presencia en Irak de armas de destrucción masiva, o los presuntos vínculos del mandatario irakí con el líder de la red Al-Qaeda Osama Bin Laden. La reacción de la opinión pública de los Estados Unidos respondía así, más que a la calidad de los argumentos de la alocución presidencial, a una muy bien articulada campaña de relaciones públicas en favor de la guerra.

Del otro lado del Océano Atlántico, en Gran Bretaña, la encuestadora YouGov publicaba a las alturas de febrero resultados igualmente útiles a los propósitos de un conflicto. De acuerdo con sondeos divulgados por esa fecha, el 77% de los ingleses consideraba a Sadam Hussein como una amenaza para la paz del Medio Oriente y del mundo, mientras que el 74% creía firmemente en la presencia de armas químicas y biológicas dentro de la nación irakí. Sin embargo, tampoco el gobierno de Tony Blair había logrado trascender la retórica para fundamentar públicamente que un país tercermundista, agobiado por las sanciones económicas impuestas luego de su invasión a Kuwait, con un producto interno bruto equivalente al del estado norteamericano de Kentucky, pudiera convertirse realmente en una amenaza.

Tales contradicciones, sin embargo, palidecen hoy frente a la idea del supuesto respaldo que encontró la invasión a Irak en la mayoría de los norteamericanos --y en buena parte del electorado británico--, según los resultados de las encuestas. Como regla, ya no cuentan en la gran prensa las protestas contra la guerra que más de una vez estremecieron a América Latina, Europa y los propios Estados Unidos. Cuando un periodista norteamericano preguntó al presidente Bush su criterio en torno a las manifestaciones antibélicas del pasado 15 de febrero, recibió casi una burla como respuesta: "Tener en cuenta el tamaño de las protestas es como decidir hacer política basándome en un focus group".

Las declaraciones del Jefe de la Casa Blanca evidenciaban la hipocresía con que las élites de poder mundial suelen tratar en la actualidad el tema de la opinión pública: por un lado, se minimiza la fuerza potencial de aquellas movilizaciones emergidas del debate y la participación consciente en los procesos políticos. Por otro, se sobredimensionan los criterios recogidos en las encuestas -muchas veces desarticulados o impensados-como expresiones aparentemente irrefutables del sentir popular.

DETRÁS DEL TELÓN

George Gallup -fundador de la encuestadora que lleva actualmente su nombre-no pudo imaginar tal vez cuán lejos llegarían sus tanteos experimentales de los años 30. Pero lo cierto es que la previsión de tendencias políticas a partir de los sondeos de opinión, pronto se diseminó como fiebre en los Estados Unidos y paulatinamente en muchas otras partes del mundo.

A las alturas de 1948, el profesor de la Universidad de Chicago Herbert Blumer lanzó las primeras críticas contra el método, sin que sus ideas lograran trascender entonces el ámbito puramente académico. Para Blumer, el hecho de que las encuestas redujeran la sociedad a una mera agregación de individuos aislados, negaba la posibilidad de entender la formación de opinión pública como un fenómeno más complejo, resultante de la interacción y el debate entre los grupos. "Mediante los sondeos -decía Blumer en la revista Public Opinion Quarterly-no podemos saber el poder y la influencia de aquellos que sostienen determinado criterio, a quiénes representan, cuán organizados están, qué grado de solidez tiene su opinión y si están dispuestos a convertirla en militancia activa"[1].

Con el tiempo, otros investigadores -incluido en los años 90 el sociólogo francés Pierre Bordieu [2]--, se sumaron a los cuestionamientos, pero no consiguieron detener la transformación de las encuestas en un mecanismo cada vez más industrializado, al servicio de trasnacionales informativas y políticos de oficio en las llamadas democracias liberales. A riesgo de abandonar momentáneamente el estilo periodístico, convendría analizar los beneficios prestados por el método a los intereses de poder, a través de cuatro funciones esenciales:

1. Difundir representaciones convencionales de "estados de opinión" supuestamente crecientes en un momento dado. El hecho de que suela calificarse a la opinión pública como "fuerza mística", "ficción" o "clima dominante", refuerza la naturaleza de un fenómeno más fabricado que real, cuya trascendencia se reduce muchas veces a una cuestión de visibilidad. Si quisiera comprobarse cuán visibles han sido los estereotipos manufacturados por la gran prensa en torno a Irak, bastaría consultar un sondeo entre niños, adolescentes y adultos, realizado tras la primera guerra del Golfo por el investigador británico David Morrison. En el momento de la encuesta, una niña sólo recordaba que "Sadam hizo la guerra y provocó que nuestros soldados y los norteamericanos mataran gente inocente (...)Yo sólo sé que todo es su culpa"[3]. Para entonces -y a diferencia de lo acontecido mientras Sadam Hussein permaneció como aliado de los Estados Unidos en los años 80-periódicos de ese país y del Reino Unido habían vinculado hasta la saciedad a la figura del líder irakí con Adolfo Hitler.

2. Definir los límites de la discusión pública, asumiendo aquellas preguntas vinculadas a las élites como las más cercanas al interés de la gente. De la relación de las encuestadoras con grupos de poder económico y político, emergen formularios cuyo diseño responde a problemáticas generalmente impuestas como dominantes. El público de las encuestas no puede preguntar nada, ni responder nada que trascienda las alternativas presentadas por el encuestador.

Thomas E. Man y Garry Orren demostraron hace 10 años cómo el mito del supuesto respaldo de la opinión pública norteamericana a la primera guerra del Golfo, dependió muchas veces del rango de alternativas ofrecidas a los entrevistados. Cuando se indagó en torno a si utilizar la fuerza o continuar con las sanciones de Naciones Unidas, el número de partidarios de la guerra disminuyó ostensiblemente respecto a cuando se preguntó, a secas, si intervenir o no militarmente en Irak[4].

Contradicciones similares pudieran colegirse de las encuestas que antecedieron al derrocamiento reciente de Sadam Hussein. El 27 de enero de este año, por ejemplo, Gallup afirmaba que el 52% de los norteamericanos favorecía una invasión a Irak -tras formular una pregunta cerrada--, pero dentro de ese mismo sondeo aseguraba que el 56% de sus entrevistados, respondiendo a una pregunta de alternativas múltiples, se inclinaba a darle más tiempo al trabajo de los inspectores de la ONU.

3. Legitimar el supuesto -tan llevado y traído dentro de los ideales de democracia-- de que cada ciudadano participa por igual en la toma de decisiones políticas. Según esta perspectiva, los sondeos de opinión proveerían tanto a los grupos menos influyentes como a los más poderosos de similares oportunidades para incidir sobre las determinaciones gubernamentales.

Sin embargo, está claro que, si así fuera, los millones de norteamericanos opuestos a la venta de armas en los Estados Unidos --por sólo citar un ejemplo-tendrían mayor peso en las acciones del Congreso y la Casa Blanca sobre este tema, que el reducido pero pujante lobby encabezado por la Asociación Nacional del Rifle.

Un ejercicio elemental de sentido común llevaría a admitir que la fortaleza de las corrientes de opinión está condicionada, a escala social, por el poder económico y político de sus representantes y, en el ámbito individual, por los niveles de información e implicación con los acontecimientos que cada quien tiene.

La práctica de Gallup ayuda nuevamente a ilustrar distorsiones en este sentido. Al estimar el criterio de los norteamericanos en torno a la intervención que realizara Collin Powell ante Naciones Unidas -donde presentó supuestas pruebas de la falta de cooperación irakí con los inspectores-la encuestadora aseguraba el 6 de febrero que la mayoría de los entrevistados consideraba convincentes los argumentos del Secretario de Estado, pero al mismo tiempo admitía que sólo el 13% había seguido por televisión la mayor parte del discurso. ¿Cómo podían opinar quienes nunca supieron exactamente lo que Powell dijo?

4. Suprimir el diálogo, la interacción y el debate como formas de comunicación predominantes en los procesos de formación de opinión pública. Ya se ha dicho antes pero conviene destacarlo ahora. Las encuestas consiguen unir artificialmente los criterios de individuos aislados, pero excluyen las opiniones organizadas de quienes deciden manifestarse espontáneamente.

Homologar el concepto de opinión pública a las encuestas responde a un objetivo de dominación, en tanto ayuda a promover formas de participación más aparentes que reales.

Como afirmara una investigadora norteamericana, "el público de los sondeos nunca toca a las puertas del Palacio, nunca se manifiesta en las calles, no danza en las celebraciones ni se reúne en las ceremonias funerales (...). El público de los sondeos sólo vive en la imaginación de sus participantes"[5]

CRONICA DE UNA GUERRA ANUNCIADA

Aunque los Estados Unidos se esforzaron en presentar públicamente la invasión a Irak como un hecho evitable, lo cierto es que la decisión de hacer la guerra pareció tomarse a raíz de los sucesos del once de septiembre. En una serie de reportajes publicados por el Washington Post, el periodista Bob Woodward describe cómo, luego de los ataques terroristas al World Trade Center, el Secretario de Defensa Donald Rumsfeld propuso aprovechar la coyuntura para emprenderla contra Sadam Hussein. Según Woodward, el Presidente y sus asesores más cercanos determinaron combatir a Al-Qaeda, pero trabajar intensamente en pos de una futura acción militar contra Irak.

La vinculación del régimen iraquí con la red terrorista al mando de Osama Bin Laden pasó a ser entonces una prioridad dentro de la estrategia de propaganda de la Casa Blanca. Supuestos contactos entre un secuestrador de los aviones estrellados el once de septiembre y funcionarios irakíes, sirvieron de pretexto para desatar las especulaciones en torno al tema. Informaciones aparecidas en la gran prensa multiplicaron luego los rumores, sin acompañarlos nunca de pruebas concretas. The Washington Post, por ejemplo, aseguraba el 12 de diciembre que extremistas islámicos se habían abastecido de armas químicas en Irak, pero fundamentaba sus afirmaciones con meros "reportes creíbles", "fuentes hablando en condición de anonimato" y "pistas no corroboradas". No obstante, el bombardeo propagandístico a partir de conjeturas logró su objetivo, convenciendo a dos terceras partes de los norteamericanos de que la mano de Sadam Hussein estaba detrás de los atentados.

El pasado 20 de marzo -fecha en que la Administración Bush activaba oficialmente sus tambores de guerra contra Irak-una encuesta de Gallup estimaba en 76% los estadounidenses partidarios de esa política. Pero, en realidad, los ingenieros del consenso en Washington habían logrado canalizar desde mucho antes las emociones post-11 de septiembre hacia la aprobación de la nueva aventura bélica. Finalizando el año 2002, el Chicago Council on Foreign Relations diagnosticaba como tendencias de la opinión pública de los Estados Unidos, un mayor consenso sobre la necesidad de incrementar los gastos de defensa en ese país, una valoración generalizada de Irak como supuesta amenaza para Norteamérica (86% de los entrevistados) y un mayoritario respaldo (75%) al uso de tropas en el derrocamiento de Sadam Husein.

Tal escenario venía como anillo al dedo al comportamiento de una prensa que, acallando las voces antibélicas y amplificando las favorables a la guerra, otorgó a las acciones de Bush suficiente legitimidad frente a su electorado. Así lo demostró la organización Fairness and Accuracy in Reporting, tras analizar la cobertura realizada por el New York Times al movimiento pacifista. Durante los meses de septiembre y octubre, por ejemplo, el periódico relegó a páginas interiores -y muchas veces a notas escuetas--, las manifestaciones acontecidas en Washington y Londres. Un titular publicado el 30 de septiembre -"Protesters in Washington urge peace with terrorists"-descalificaba a quienes, aún siendo partidarios de evitar la guerra, estaban lejos de proponer en realidad una "paz con los terroristas".

La misma publicación, sin embargo, exageraba los ánimos bélicos de la nación al reportar los resultados de las encuestas. Un sondeo del 11 de marzo se presentaba como presunta prueba del creciente espíritu guerrerista, aunque sus cifras no diferían de una encuesta similar publicada un mes antes por el influyente diario. El periódico sugería igualmente un aumento del respaldo al presidente norteamericano, cuyo nivel de popularidad se mantenía en realidad invariable respecto a la encuesta anterior.

Ejemplos como los citados sobran, sobre todo porque el "modus operandi" -unas veces más, otras menos sofisticado-se ha repetido como constante histórica dentro de la propaganda de guerra de los Estados Unidos. Desde los tiempos en que la voladura del Maine sirviera a William McKinley para nuclear a los ciudadanos de su país en torno a la declaración de beligerancia contra España, las diferentes administraciones norteamericanas han aplicado tácticas de todo tipo para agenciarse el favor de su opinión pública. Aunque los estadounidenses influyan cada vez menos sobre las decisiones políticas de su gobierno, siempre será conveniente mantener la ilusión de que se gobierna en nombre de ellos.



[1] Ver Blumer, Herbert: Public Opinion and Public Opinion polling en Public Opinion Quaterly.

Volumen 13. Octubre de 1948.

[2] Ver Bordieu, Pierre: Public opinion does not exist, en Sociology in question. SAGE Publications. London, 1993.

[3] Morrison, David: Television and the Gulf War. University of Leeds. John Libbey & Company LTD, 1992. P.43

[4] Mann, Thomas E. y Garry R.Orren (Ed): Media polls in American Politics. The Brookings Institution. Washignton DC, 1992.

[5] Lipari, Lisbeth: Polling as ritual. Revista Journal of Communicación. Invierno de 1999.