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Internacional

28 de febrero del 2003

El complejo militar industrial haciendo historia

Raúl Gadea
Bitácora
En la transmisión del mando a John Kennedy su antecesor en el cargo, Dwight Eisenhower, pronunció un discurso de despedida. Todo el mundo esperaba simples palabras protocolares. El viejo general, presidente los ocho años anteriores en una época fácil para gobernar, leía novelas del Lejano Oeste para entretenerse, jugaba al golf y era fama que nunca había dicho nada interesante. En su salida de la escena pública sacudió sin embargo a la opinión con una denuncia de la que mucho se habló en su momento y de la que hoy debería volver a hablarse con aún mayor alarma.

Durante los quince años que separaban entonces a Eisenhower del fin de la Segunda Guerra Mundial, el esfuerzo armamentista estadounidense se había prolongado y sofisticado debido a la guerra fría. Gradualmente había surgido, debido a ello, una alianza entre los militares estadounidenses y las grandes empresas fabricantes de equipos de guerra. Muchos altos mandos militares, al jubilarse, pasaban a trabajar en las empresas armamentistas, en parte como premio a una previa actitud de colaboración (en sus informes ante el Congreso sobre las necesidades del servicio, por ejemplo) pero sobre todo como contactos de confianza con quienes les sucederían en sus cargos.

Según Eisenhower este "complejo militar industrial" (la expresión se difundió a partir de su discurso) había alcanzado tan vasto alcance y tanta influencia que podía poner en peligro la democracia del país. Lanzada inopinadamente por un héroe nacional, la bomba resultó demasiado fuerte para ser debidamente asimilada. Se la comentó con sorpresa y luego se la olvidó. Incluso por el joven Kennedy, que llegaba a la Presidencia para "cambiar las prioridades" estadounidenses, precisamente desde la producción armada a la producción para la sociedad civil. Eran tiempos en que el pensador socialista Michael Harrington había demostrado en un libro la magnitud del fenómeno de la pobreza dentro de la exuberante prosperidad de posguerra: entre cuarenta y cincuenta millones de estadounidenses habían quedado excluidos del consumo y tal como vivían no podían incorporarse a él.

Tras su temprano fiasco en Cuba Kennedy viajó a Europa y se entrevistó con Nikita Kruschev en Viena, para acordar el comienzo de un plan de desarme que beneficiaría tanto al gobierno de la URSS como al de EEUU, permitiéndoles a ambos financiar políticas sociales. El acuerdo fue logrado y tuvo principio de ejecución.

Los trusts del acero quisieron frenar al gobierno pero fueron derrotados espectacularmente, proyectándose entonces Kennedy ante la opinión pública de su país como un presidente fuerte, continuador de la tradición rooseveltiana. La resolución de la crisis de los cohetes en Cuba hizo por él lo mismo, pero con respecto a la política exterior. En las próximas elecciones su éxito sería arrollador y entonces sí podría imponer el nuevo rumbo económico que deseaba. Esto resultó demasiado para el complejo militar industrial. Tras el asesinato de Kennedy en Dallas su sucesor en la presidencia, Lyndon Johnson, vinculado a intereses petroleros tejanos que integraban el mismo centro de poder, favoreció al grupo zambullendo a EEUU en la guerra de Vietnam. La fuente de ganancias del complejo (el uso de las armas que fabricaban, y su reposición) fue preservada, y hundió en el olvido el tratado de desarme. Cuando el hermano de Kennedy, Robert, inició a su vez un incontenible ascenso hacia la presidencia, el complejo militar industrial actuó otra vez. El escándalo de este segundo asesinato (que recién ha empezado a revelarse ahora en documentales de la BBC y el History Channel) es todavía peor que el del primero. Los hermanos Kennedy aprendieron demasiado tarde que con el complejo militar industrial no se jugaba. como lo había previsto Eisenhower.

Historia reciente Otros también lo aprendieron a su propio costo, en el último medio siglo. Porque quien instaló el terrorismo en el mundo internacional tras la Segunda Guerra Mundial fue la CIA de EEUU. acompañada sin pudores, cuando fue necesario, por el mismo ejército yanqui. Esto ocurrió desde las caídas amañadas de Mossadegh en Irán y de Arbenz en Guatemala, a comienzos de los años cincuenta, hasta la guerra de Vietnam (es decir, desde el derrocamiento de molestos gobernantes democráticamente electos y poco advertidos del peligro de intervención estadounidense, al principio, hasta el genocidio estratégico ensayado en el último caso).

El mismo rumbo, agravado, parece darse en la actualidad. Las amenazas de EEUU contra Irak incluyen un verdadero exhibicionismo del genocidio que se prepara (mil quinientos misiles y cuatrocientos mil muertos en tres días, en una "blitzkrieg" que les envidiaría Hitler), que a su vez perfecciona los ya realizados en Serbia y Afganistán ante la tolerancia culpable de Occidente. En el peor de los casos, se sostiene, el de una guerra prolongada, en que el matonismo imperante hace que no se excluya el uso de armas atómicas, no se le causarían a Irak más de cinco millones de víctimas (sobre una población de veinte) antes de quedar en condiciones de ocupar el país por años, para enseñarle democracia a su pueblo. y disponer de su petróleo.

No es extraño que Francia y Alemania, junto con Rusia y China, hayan decidido separarse de este expansionismo algo demente y resistirlo. Como observó Juan Grompone en la radio el otro día, el complejo militar industrial estadounidense ha crecido hasta alcanzar (de acuerdo con la "ley de Murphy") el nivel de su propia incompetencia y está empezando a revelar la obscenidad de su existencia hasta ahora extraña pero exitosamente disimulada.

Los millones que manifestaron el 15 de febrero por el mundo muestran el fracaso de la política de "marketing" de los fabricantes de armas y petroleros yanquis. Pero debe admitirse que fue sorprendente su éxito en otro aspecto: el de la cantidad de "repúblicas bananeras" que han hecho surgir a su favor en Europa, y que ponen en cuestión el monopolio hispanoamericano en la especialidad. Por un lado la crisis muestra que estos infelices productos pueden surgir dondequiera que hayan condiciones para ello, pero también enseña la diferencia que existe entre las socialdemocracias de España o Italia y las derechas irresponsables que las han sucedido en el gobierno: es la diferencia que existe entre fuerzas políticas concientes de un patrimonio nacional, y agrupaciones oportunistas que ni siquiera saben en que se están metiendo.

Por no mucho más que unas promesas de petróleo barato, han roto la unidad del experimento europeo, han dejado a sus pueblos potencialmente al alcance de la respuesta terrorista a la agresión recibida por mil trescientos millones de musulmanes, y se han asociado a una superpotencia que no vacilará en abandonarlos cuando le convenga (como ya hizo con la China nacionalista cuando le convino reconocer a Pekín). Se merecen lo que va a ocurrirles, aunque no sea más que su derrota electoral.

Pero por más fuerte que haya sido el sosegate de las manifestaciones, no conviene desarmar la alarma civil alcanzada confiando en el buen sentido del complejo militar industrial hoy apoderado del gobierno de EEUU. Como dijo Harold Laski de Hitler, mucho antes de la Segunda Guerra Mundial, su política conducía a producir armas que fatalmente tendría que usar, para mantener andando su economía y el sistema político que había basado en ella. Su política no podía conducir más que a la guerra. Mientras no se desmantele este complejo militar industrial yanqui, la tendencia hacia el uso de las armas que produce persistirá, y lo llevará a aprovechar cualquier pretexto para generar conflictos que aseguren la continuidad de sus ganancias. La situación es peligrosa no sólo para Irak, ni para el mundo árabe, sino para la convivencia internacional respetuosa que había sido levantada como ideal tras las guerras mundiales, y que hoy pretende ser sustituida desembozadamente por la ley del más fuerte.
Raúl Gadea,
escritor y periodista. Ex director del SODRE.