VOLVER A LA PAGINA  PRINCIPAL
Internacional

17 de noviembre del 2003

Mercenarios para un gobierno fantoche

Higinio Polo

Mientras Japón y Turquía decidían congelar su anterior decisión de enviar soldados a Iraq, y las tropas norteamericanas seguían bombardeando Bagdad y Tikrit, ametrallando a civiles en los controles de carreteras, asesinando a supuestos terroristas desde sus helicópteros, como hicieron en Vietnam, deteniendo a niños de seis y siete años -como se ha visto en las imágenes mostradas por la cadena Al-Yazira, sin que los grandes medios occidentales se hayan hecho eco de esos métodos brutales-, aterrorizando a la población civil con la infame Operación Martillo de hierro, y mientras los propios servicios secretos norteamericanos advertían de que la resistencia iraquí no hace sino aumentar su influencia entre la población, y al tiempo que el patético Berlusconi, tras la destrucción de su base en Diwaniya, se lamía las heridas y tenía que enterrar sus palabras en el Parlamento italiano asegurando que la misión de sus soldados en Iraq era "de bajo riesgo", el administrador colonial Bremer corría a Washington para evacuar consultas con el presidente Bush y cambiar la estrategia de las tropas norteamericanas en Iraq. Tienen prisa.

La bravuconería de Bush, anunciando la victoria en la sucia guerra iraquí, vestido de piloto de combate, la arrogancia de sus portavoces asegurando al mundo que su política era la única posible y que, además, estaba teniendo éxito, recibía así un clamoroso desmentido desde el propio centro del poder en Washington, a la vista de sus últimas y apresuradas decisiones. Porque, ante el cambio de rumbo, y como ha hecho notar la diplomacia francesa, cabe preguntarse: ¿por qué cambia de estrategia Bush si, como afirmaba hasta ahora, estaba teniendo éxito? Cerrando los ojos a la realidad, pretendiendo que el mundo ignore las decenas de miles de muertos, civiles y militares, que ha causado la agresión militar norteamericana, sin aceptar que la ocupación es un ultraje para la gran mayoría de los iraquíes (repitiendo la propaganda elaborada por el Pentágono, el diario conservador norteamericano Wall Street Journal insistía, en su edición del 11 de noviembre, en la infamia de que los constantes ataques a las fuerzas ocupantes en Iraq son protagonizados por mercenarios, a cambio de dinero), la maquinaria de guerra estadounidense está cayendo en los errores que han traído muerte y destrucción por el planeta.

Porque, pese a la propaganda, los mercenarios son otros. Esos mercenarios son uno de los recursos que Washington pretende utilizar más intensamente, para limitar los riesgos de sus tropas convencionales. Y, porque, además, la apresurada decisión de acelerar el traspaso de responsabilidades a un gobierno fantoche iraquí, que la población considerará como un instrumento colonial, pone de manifiesto ante el mundo la irresponsable y aventurera política de Washington: debe recordarse que Bush prometía, hace apenas seis meses, un radiante futuro democrático para Iraq, que se extendería al resto de Oriente Medio, y la definitiva solución del conflicto palestino. Nada es como dijeron. Acumulando errores, la Casa Blanca sigue buscando mercenarios para un gobierno fantoche y soldados ajenos para una ocupación miserable. Asesorado por los publicistas, Bush compone la mejor de sus sonrisas creyendo que el mundo no repara en las mentiras acumuladas: apoyando la criminal política de Ariel Sharon y la persecución del pueblo palestino, sosteniendo a los señores de la guerra en Afganistán -¿dónde está la libertad dos años después de la ocupación norteamericana?, ¿qué fue de las elecciones libres?, ¿dónde está la reconstrucción prometida?-, defendiendo operaciones punitivas como la realizada por Israel contra Siria, cerrando los ojos ante las siniestras dictaduras que han ocupado el poder en las antiguas repúblicas soviéticas de Asia central, presionando a Irán, Washington está mostrando sus verdaderos objetivos: proceder a un nuevo reparto colonial de Oriente Medio y Asia central, fortalecer el papel de Israel como estado policía en la zona, asegurarse el control del petróleo ajeno y reforzar a los dictadores de los sumisos estados clientes.

Sin embargo, la preocupante situación en Iraq ha llevado a Bush a tomar decisiones urgentes. Casi todas, en la dirección equivocada, aunque no hay duda de que los halcones del gobierno norteamericano están dispuestos a todo. El periódico norteamericano The New York Times se hacía eco recientemente de la preparación de grupos de asesinos para intervenir fuera de las fronteras norteamericanas. Según la información oficial filtrada, el llamado comando Task Force 121, creado antes de la intervención en Afganistán, tiene como misión luchar contra Ben Laden, Sadam Husein y el mulá Omar: para las fuentes oficiales norteamericanas son bravos guerreros que luchan en primera línea contra los enemigos de América y de la libertad, y esa es la razón de que filtren la noticia, para consumo interno de la población norteamericana. En realidad, esos comandos, compuestos por impasibles y fríos asesinos, están entrenados para matar sin pestañear: esas fuerzas de intervención realizan asesinatos selectivos, colocan bombas y ametrallan a cualquier sospechoso. Otros, son civiles, y no actúan sólo en Iraq o Afganistán, territorios ocupados por Washington, sino que se mueven por toda la zona que va desde el mar Rojo hasta el golfo de Bengala. Ni siquiera solicitan permiso a las autoridades de los países donde operan: la regla es el más estricto secreto. De hecho, su forma de actuar no se diferencia en nada a la de los terroristas que el gobierno Bush asegura combatir: si cabe, son asesinos más fríos, más sanguinarios, más eficaces.

La propia CIA tuvo que reconocer, a finales de octubre, la muerte de dos de esos mercenarios en Afganistán -denominados "contratistas civiles" por los atildados funcionarios de la Casa Blanca-, y hasta facilitó, forzada por la situación, sus nombres: William Carlson y Chistopher Glenn Müller. Muchos otros están trabajando en Kabul o en Kandahar, o en Iraq, donde intervienen en operaciones de seguridad, preparan policías colaboracionistas iraquíes, organizan grupos de matones e incluso supervisan el transporte de tropas. Esos "contratistas civiles" son mercenarios, cuyos grupos están compuestos habitualmente de antiguos militares norteamericanos que han creado esas empresas de la muerte con el beneplácito de Washington: el gobierno de Bush sabe que sería muy comprometido para su país admitir la autoría de muchas operaciones sucias, y subcontratar a las empresas de mercenarios ayuda a guardar las apariencias. Así como el capitalismo incumple hasta sus propias normas, actuando con una lógica de bandidos en las Bolsas, en el comercio o en las finanzas internacionales, el gobierno norteamericano no sólo quebranta el derecho internacional sino que falta a las leyes de su propio país. Pero esos mercenarios no son suficientes, y se precisan colaboradores en la ocupación. Esa necesidad explica las desvergonzadas presiones diplomáticas, los chantajes y amenazas veladas contra gobiernos de otras naciones, las exigencias a países débiles, la compra de presidentes y ministros, que han sido hasta ahora los recursos utilizados por Bush para conseguir que vayan a Iraq soldados de más de treinta países: desde Corea del Sur hasta Australia, pasando por Nicaragua, Honduras, España o Polonia.

Ahora, Bush acaba de hacer público que Estados Unidos saldrá de Iraq cuando se haya establecido una democracia y cuando hayan detenido a Sadam Husein. Mientras crece la resistencia en Iraq, la población de los países comprometidos por la acción de sus gobiernos con la ocupación militar norteamericana reclama, cada día con más fuerza, que los soldados vuelvan a casa, lejos de un gobierno impuesto y de una criminal ocupación. Estados Unidos tiene prisa: ya ha anunciado que se celebrarán elecciones antes de un año y que después se elaborará una Constitución para Iraq, como si el mundo pudiera creer las mentiras de Washington: el plan presentado por Paul Bremer y aprobado por el obediente Consejo colaboracionista contempla un proceso para elegir una asamblea de notables -similar a la Loya Jirga de Afganistán que aceptó a Karzai como nuevo presidente-dictador del país, operación para la que Estados Unidos dedicó millones de dólares destinados a sobornos, a comprar complicidades entre los caudillos y los señores de la guerra afganos-, es decir, un simulacro de elecciones en un país ocupado militarmente. Mentiras sobre mentiras. Pero tienen prisa, porque los sacos de plástico con cadáveres siguen llegando a los aeropuertos militares de América. La televisión norteamericana ya ha puesto fecha a la evacuación de las tropas estadounidenses: el verano próximo. Washington empieza a darse cuenta de que, en Iraq, está en un callejón sin salida y quiere salir de él con apelaciones al patriotismo y a la fe en Dios, quiere salir con rezos y mentiras, con matanzas indiscriminadas contra la población civil iraquí, con mercenarios: a Washington le urgen más soldados, más avalistas, más comandos asesinos, aventureros dispuestos a todo. Bush precisa unas elecciones ficticias y una constitución falsaria, y, sobre todo, necesita mercenarios. Mercenarios para un gobierno fantoche.