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Internacional

10 de enero del 2003

El mito Powell

Carlos Taibo
Rebelión

La figura del secretario de Estado norteamericano, Colin Powell, ilustra a la perfección el sino de la manipulación mediática que padecemos en lo que a la intuible agresión de Estados Unidos contra Irak se refiere. El personaje que nos ocupa, simbólicamente contrapuesto al del secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, ha acabado por convertirse en un interesado fetiche al que se han agarrado tantas gentes bien pensantes que, sin oponerse a lo principal, parecen haber encontrado una patética tabla de salvación.
Lo de menos en el caso de Powell es que sus antecedentes en modo alguno inviten al optimismo. No está de más recordar que nuestro hombre, presunto responsable del ocultamiento de crímenes de guerra en Vietnam, asumió papeles significados en la invasión estadounidense de Panamá y, en relación con Irak, en la propia operación Tormenta del desierto de 1991. Más sentido tiene, con todo, escarbar en la realidad estrictamente contemporánea de un personaje cuyo proyecto inmediato puede ser más inteligente, y menos oneroso para Estados Unidos, que el postulado por algunos de sus aparentes competidores, pero en modo alguno se antoja --nos digan lo que nos digan-- más moral que el avalado por estos últimos.
Porque Powell, que parece empeñado en defender la legalidad que recorre el sistema de Naciones Unidas, no ignora en forma alguna la dramática falta de independencia que impregna a una organización desde tiempo atrás subordinada, y no precisamente de forma casual, a los intereses de la gran potencia planetaria. El desvanecimiento de cualquier compromiso con la causa de la justicia que se sigue de lo anterior se ve completado por un hecho que, de nuevo, afecta a Powell y sus querencias: en ningún momento el secretario de Estado norteamericano se ha sentido obligado a desmarcarse de las reiteradas aseveraciones en virtud de las cuales su jefe, el presidente Bush, ha señalado que EE.UU. actuará por su cuenta si no está satisfecho con lo que estipule la máxima organización internacional. Significativo es, por lo demás, que nos hayamos acostumbrado a que las sucesivas ofertas realizadas por las autoridades iraquíes encuentren respuesta en Washington --en la Casa Blanca- - y no en Nueva York --en el edificio de Naciones Unidas--.
Así los hechos, y al cabo de al menos cuatro meses de crisis encendida, ha llegado al momento de calibrar si en las posiciones públicamente defendidas por Powell hay algo más que un misérrimo, instrumental e interesado empleo del sistema de Naciones Unidas que se asienta en la firme decisión --previa e irrevocablemente adoptada-- de derrocar al gobierno hoy existente en Irak. Como quiera que, y por añadidura, es harto improbable que este último se avenga a retirarse por su cuenta, la perspectiva de una acción armada en toda regla impregna, sin fisuras, los proyectos de las autoridades estadounidenses. Ahí están, para testimoniarlo, y a título de ejemplo, las palabras de Rumsfeld que señalan que aun en la eventualidad de que los inspectores de Naciones Unidas no encuentren armas de destrucción masiva en Irak ello no querrá decir que tales armas no existan. Como está la renuncia a responder a unas cuantas preguntas importantes, y entre ellas las relativas al decisivo papel desempeñado por las potencias occidentales en la gestación de los programas de armas químicas y biológicas iraquíes, al peligro real que --de existir-- acarrean esas armas, a la presumible existencia de fórmulas pacíficas de encaramiento de los problemas correspondientes o a la formidable aquiescencia con que se obsequia a Estados --así, Israel-- que parece fuera de discusión disponen de armas letales.
Sólo los más ingenuos --y entre ellos muchos de quienes han engullido la formidable farsa tejida en torno a la figura de Powell-- aceptarán de buen grado que lo que preocupa a los dirigentes estadounidenses son las mencionadas armas de destrucción masiva presumiblemente a disposición de sus homólogos iraquíes. Aunque más ingenuos serán, si cabe, quienes den crédito a la aseveración de que Washington se dispone a hacer lo que está de su mano para devolverle la palabra a un pueblo, el de Irak, víctima por igual, y desde tiempo atrás, de la ignominia del régimen de Hussein y de un macabro embargo internacional. Los objetivos de Washington son, con toda evidencia, otros. Entre ellos se cuentan el de rematar la operación que el padre del actual presidente norteamericano dejó a medio acabar en 1991 --¿por qué Bush hijo no se psicoanaliza?--, el de darle un mediático impulso a una alicaída campaña internacional antiterrorista, el de obtener unos cuantos réditos electorales y el de acallar los escándalos financieros que han rodeado, los últimos meses, a figuras prominentes del gobierno estadounidense.
Claro es que, más allá de los cuatro objetivos enunciados, hay otros dos, mucho más relevantes, cuya materialidad apenas puede negarse: si, por un lado, se trata de apuntalar definitivamente la posición estratégica de Israel en el Oriente Próximo, por el otro Estados Unidos parece decidido a hacerse con el control de un país, Irak, geoeconómicamente muy interesante en virtud de los yacimientos de petróleo de los que dispone. Esto último es lo que explica, por cierto, el énfasis depositado en la necesidad de deshacerse de Hussein y de su régimen. Colin Powell, que ha optado por una vía más inteligente en lo que atañe a las formas que deben rodear la satisfacción de esos dos objetivos, en modo alguno se ha desmarcado de la que se antoja la primera demostración palmaria de las miserias que, en todos los órdenes, acompañan al impresentable e interesado designio de acometer ataques preventivos.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y colaborador de Bakeaz