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Argentina: La lucha continúa

"Cartoneros", el nuevo libro de Eduardo Anguita
Historias de marginalidad, pobreza y desamparo

Son historias de vida de los que para la nomenclatura oficial han pasado a ser "recicladores", un curioso eufemismo que quiere ocultar el drama y la degradación de los argentinos que viven de revolver la basura. Con todo, Anguita construye cuatro interesantes relatos que rescatan sus luchas cotidianas y sus sentimientos de solidaridad y ayuda mutua. A continuación se reproducen tres fragmentos de este libro que acaba de ser publicado por la editorial Norma.

Por Eduardo Anguita, especial para Contracultural

MONZON

Después de algunas horas de contar su vida, Monzón sabe que lo esperan en casa para almorzar. A la salida de la radio comunitaria hay un contenedor lleno. Completamente heterogéneo, desordenado: una muñeca de ojos muy abiertos está sobre restos de algún guiso generoso, unas bolsas plásticas cerradas atraen a las moscas, también hay diarios amarillentos que alguna vez dieron malas noticias. Monzón pasa por delante de la basura sin reparar. Seguramente muchas veces habrá bajado del carro a remover y descifrar bolsas de historias que nunca contó.

En las pocas cuadras de caminata, se cruza con dos comedores comunitarios y un par de asociaciones barriales, además de muchas piletitas de plástico ubicadas en las entradas de las casas llenas de chicos que escapaban del calor. Al pasar, se ven precios: un peruano -conocido como buen peluquero- cobra dos pesos el corte; una gaseosa fría de dos litros en un almacén pequeño vale sólo un peso; el choripán con vaso de gaseosa fría también un peso.

Monzón abre la puerta de su casa. Es chica y está empotrada sobre el muro. Entra a un patio pequeño donde está estacionado un carro cargado de papeles y cartones. El esqueleto del carro es de hierro ele y la base es de chapa fuerte. De los ejes salen unas ruedas que parecen de triciclo. Se asemeja a una zorrita industrial sin motor. Parece un prototipo de competición.

-Si no salís con algo que te permita cargar muchos kilos no te rinde. Los carritos de supermercado no sirven para nada- dice Monzón.

A veces lo usa María del Rosario, la mujer de Monzón, alguna vez sus hijos mayores. Pero usualmente alquilan ese carro:

-Se lo doy a un hombre grande... uno que tiene como setenta años pero sabe aprovecharlo.

Al lado del carro, hay bolsas con plásticos y otro elementos. Monzón abre otra puerta.

-Este es mi rancho.

Lo recibe María del Rosario, con un vaso grande de agua fría. En la mesa está el hijo menor de Monzón enfrascado con un vecinito en un tablero de ajedrez. La partida llevaría no más de diez jugadas y las piezas están en lugares razonables, seguramente después de una apertura por el flanco rey. No está nada mal.

El chico es el menor de los cuatro hermanos Monzón y dice orgulloso que pasa a primer año del secundario. El compañerito se escurre y la partida queda suspendida. Al rato entran a la casa los otros tres hijos de los Monzón. En pocos minutos, cuentan que todos estudian en la Escuela Municipal número tres, como la mayoría de los vecinos de la Villa del Bajo Flores. La escuela armó un programa de contención para alumnas madres, básicamente destinado a que las chicas embarazadas no dejen la escuela y a que los críos de las madres adolescentes queden en un aula convertida en guardería. Eso solo alcanza para que abandonen los estudios o sean señaladas como adúlteras.

-Cada vez son más las madrecitas- cuenta Monzón y saluda a Lorena, su hija mayor-. Lorena está en cuarto año y además es una de las promotoras ambientales de la cooperativa. Ella ayuda mucho con la computadora.
Lorena escucha con cara de hija mientras Monzón se desplaza un metro para mostrar la computadora familiar, apoyada sobre una mesita de madera con un cajón central que alguna vez sirvió para guardar cubiertos o lápices. El cajón, remodelado, ahora aloja el teclado.

-Es producto del cartoneo- cuenta-. El monitor me lo regaló un muchacho, la mesa la encontré yo, igual que la impresora. Y éste lo compramos.
Se refiere a un CPU algo antiguo.

-Bajamos cosas de Internet en los locutorios y después las leemos acá. Tenemos archivos de cómo funciona el reciclado en Holanda, en Japón... los japoneses son los más avanzados.

Monzón sonríe y cuenta sus primeros contactos con la computación. Confiesa su envidia por la facilidad de sus hijos para usar jueguitos o escribir cosas para el colegio.

-Yo no sabía nada de esto. Los primeros e mail ponía arroba con letras. Pero los mensajes no llegaban. Un día me dijeron que escribiera "alt sesenta y cuatro" y ahí descubrí qué es la "arroba". Además tenía muchas faltas porque no sabía de los programas para corregirlas. Y así me fui interesando- dice.

Ahora navega tupido por Internet.

-Voy a los locutorios del centro, te sale más barato que acá. Pero como no sabía navegar necesitaba cuatro horas. Entonces les pedía a otros que me bajaran información. Cuando me sentí más canchero entraba más fácil. Empecé con la problemática del hambre. Después me metí con los temas de ecología y entré en páginas de todos lados del mundo. Conseguí mucha información sobre reciclaje, desde fuentes alternativas como biogás y energía solar hasta el lumbricompuesto. Ahí me di cuenta del atraso total que tenemos. Fue para la época en que me habían propuesto la cooperativa. Y empecé a recapacitar. Me di cuenta que para formar una cooperativa se necesitaba gente con mentalidad para hacer esas cosas.

Monzón cuenta y resulta inevitable ver el nuevo escenario post-industrial. Monzón, un trabajador informal, accede a información que, cuatro o cinco años atrás no tenían ni los empresarios de la limpieza urbana.

También es muy original el punto de partida: en los países centrales la ecología surge de políticas públicas, leyes y presupuestarias estatales. En Buenos Aires, por el contrario, fue surgiendo como respuesta a la exclusión y la falta de oportunidades. En esa búsqueda se alían el hambre, la dignidad, la inventiva.

-Juntá diez pobres, dejalos pensar y te arreglan el país -dice Monzón, mientras cuenta cómo en octubre de 2002 fundaron la Cooperativa de Trabajo Ecológica de Recicladores del Bajo Flores.

DANIEL

Daniel recuerda con precisión su primer día como cartonero.

-Me sentía sapo de otro pozo. No me olvido más, era domingo. Bajé en Colegiales, venía por Federico Lacroze con el carrito ese de supermercado y me parecía que la gente me miraba. Eso me incomodaba... pero no me quedaba otra y lo tenía que hacer. Como digo siempre: "Peor es salir a robar". Yo por lo menos tengo una forma digna de trabajar.
Daniel sabe que hace un trabajo insalubre.

-Capaz que no tiene condiciones higiénicas de trabajo, pero bueno, a nosotros nos representa una remuneración.

Al principio le daba vergüenza agacharse y desatar bolsas.

-Cuando me acercaba a una puerta me parecía que los vecinos abrían y cerraban rápido como si les fuese a robar.

Daniel, encima, circulaba por un barrio paquete. Pero se dio cuenta que uno de los secretos era perseverar.

-En unos edificios de la calle Palpa casi Cabildo, había tres porteros que juntaban diarios y lo vendían. Yo siempre paraba la carreta por ahí y revisaba las bolsas. Y uno de los porteros me decía "No, flaco, acá diarios no hay". Pero yo no le daba bola y paraba todos los días. Aunque sea sacaba otras cosas: una botella o cartones. Con eso les demostraba que no me hacían falta los diarios que ellos vendían. Todos los días igual, los tipos ni me saludaban. De a poco aflojaron ¿Sabés una cosa? Hoy son de mis mejores porteros.

Daniel se rie. Con el tiempo, los encargados de edificios le confesaron cuánto les rendía la venta de diarios:

-Ellos se iban a pescar con lo que ganaban. Y ahora me los juntan para mí ¿Qué tal? Yo creo que fue porque me veían persistente... y porque dejaba todo ordenadito. Se queda en silencio, gesticula, piensa en voz alta.

-A lo mejor... también fue un poco porque se compadecieron.

Noemí y Leandro esperan en la esquina de Teodoro García y Cabildo desde hace quince minutos. Al lado de un maxiquiosco que le ganó terreno a la municipalidad con unas mesitas de plástico sobre la vereda. Noemí no presta atención a las aceleradas frenéticas, a los bocinazos y las promesas de palizas entre colectiveros, taxistas y conductores de cuatro por cuatro. A ella le importa que cae la tarde y que el calor cedió unos grados: ahora, las bolsas de basura van a ser un poco menos pestilentes. Eso es lo importante.

-¡Hola, Leandrito!- saluda una señora elegante. Al chico lo conocen en toda la zona. Leandro es inquieto: mientras esperaba al padre, hizo una recorrida por los negocios y se trajo unos cuantos cartones en la bicicleta.

-Hola, papá- dice Leandro, mientras Daniel se acerca por la vereda de Cabildo con el carro.

Daniel siente una carga con el hecho de que Leandro los acompañe a cartonear. El pibe remolonea con la escuela.

-Es difícil para Leandro porque vuelve cansado y no quiere hacer los deberes. Y uno, a veces, entiende. El necesita descansar, no puede dormir cuatro cinco horas como nosotros. Pero si lo dejamos solo en casa, tiene que quedar encerrado, porque se va a andar en bicicleta. Entonces es lo mismo que si lo llevamos.

Daniel promete que, cuando su hijo retome la escuela, Noemí se quedará más tiempo en casa para ayudarlo con los deberes.

-El problema el año pasado fue que mi suegra se enfermó y falleció. Y Noemí tuvo que viajar como tres veces a Santiago del Estero. Y eso me mató. Entonces Leandro venía a ayudarme con el cartón y con las nenas más chicas. Por eso también terminó repitiendo el grado.

Daniel viene de una familia obrera. Pero antes todo era distinto. El mismo no sabía qué estudiar cuando termino el primario. Hizo dos años de secundario en el Colegio Tomás Guido.

-Había una minita que me tenía loco- recuerda.

Tercer año lo cursó en otro colegio de su barrio. Además, hizo cuatro años de inglés.

-I speak in English- dice sonriente con claro acento de la Cárcova.


DANIEL, NOEMI Y LEANDRO

Daniel, Noemí y Leandro caminan por la calle Tres de Febrero. Ya se hicieron las ocho de la noche y Daniel transpira.

-Estoy cansado. Anoche fuimos al cinturón ecológico a buscar cosas ¡No sabés la cantidad que nos trajimos! Lo que pasa es que durante los meses de verano en la calle juntamos menos y tenemos que buscar otros recursos para poder comer.

Daniel, Noemí y Leandro habían ido junto a otros vecinos a un descampado inmenso ubicado sobre la autopista del Buen Ayre, en Bancalari, frente a José León Suárez. Hace años ahí había un basural donde llegaban los carros municipales a tirar residuos. Una vez, en junio de 1956, llegaron unos coches policiales y bajaron a unos insurrectos para matarlos. Pero hubo "un fusilado que vive" y, a partir de su testimonio, Rodolfo Walsh reconstruyó la Operación Masacre, mostrando los crímenes de la dictadura de Aramburu y Rojas. Entonces quedó claro que la basura no estaba en los basurales.
Ahora a los basurales los llaman rellenos sanitarios y los administra el Ceamse. Un ente, como su nombre lo indica, creado por otra dictadura, la última, que también mataba. Al Ceamse lo crearon los militares después de que el intendente Cacciatore completara la obra iniciada por los grupos de tareas: mandó las topadoras a las villas de Buenos Aires para hacer autopistas que nunca se completaron pero les engordaron los bolsillos a los militares y sus empresarios amigos.

Para los villeros fue muy duro: muchos dejaron sus casas, algunos fueron secuestrados y desaparecieron. Claro, ellos también eran un peligro para la dictadura. Hasta poco antes, las villas tenían sociedades de fomento y defendían sus derechos. La lucha por agua corriente y luz eléctrica se mezclaba con charlas sobre el hombre nuevo. La pelea por los caños o las cloacas se hacía, a veces, después de la proyección de La hora de los hornos. De la mano de la militancia, las villas habían cruzado el asfalto y rompieron el aislamiento cultural.

En una reciente investigación, Eduardo Blaustein dice: "Cuando la dictadura militar tomó el poder, las estadísticas oficiales, siempre escurridizas, indicaban que en Capital vivían más de doscientos veinticinco mil villeros. Hacia fines de 1980, las autoridades mostraban como uno de sus mayores éxitos de gestión y de imagen otras estadísticas que mostraban que la población villera se había reducido a poco más de veinticinco mil personas".

Blaustein cuenta quiénes fueron los curas tercermundistas, militantes políticos y villeros perseguidos. Teniendo presente eso, tiene más sentido saber que algunos de los luchadores de aquel entonces, ya viejos, todavía siguen al lado de los hermanos que más necesitan.

-No es la primera vez que entramos al basural- cuenta Daniel, recordando la incursión de la noche anterior al relleno de Bancalari.

No les resulta tarea fácil. Daniel, Noemí y Leandro viven a cuarenta cuadras y el camino, mitad de tierra y mitad de asfalto, está poblado de zanjones repletos de agua.

-Salimos a las once y media de la noche. Fuimos por el campo, para que no nos vean los guardias. Hay rondas toda la noche. No sé por qué cuidan tanto la basura ¿Por qué no van a reventar a los narcos, esos que venden merca? Nos tratan a nosotros como si estuviéramos robando un banco, pero a los chorros nadie los agarra- protesta, mientras camina por la calle Palpa, en pleno Belgrano.

-Hay que tener cuidado, porque si los guardias te ven, por ahí disparan- dice Daniel mientras acomoda el contenido de la carreta.

Quizá Daniel no conozca la historia de otros disparos en los basurales de José León Suárez, los que contó Rodolfo Walsh en Operación Masacre. Aquella vez, los blancos eran unos insurrectos. Algunos se habían salvado, agazapados, como hizo Daniel la noche anterior. Aquella vez el cuerpo a tierra era por ideales, ahora es por hambre. Pero eso sí, en ambos casos, con la dignidad del que no se resigna.